Por: Gabriel Trujillo Muñoz

A lo largo de mi trayectoria como escritor he sido poeta, narrador y ensayista, historiador, periodista y promotor cultural. En todas esas décadas he podido argüir, con mis propias creaciones, las principales normas en que he basado mi labor autoral. El principio básico es, por supuesto, el uso irrestricto de la imaginación. Pero la forma de llevarlo a cabo es cosa de cada creador. En mi caso, he aquí los diez mandamientos –con toda la ironía que esta presunción implica- con los que me he regido a la hora de poner ante los lectores mis cuentos, poemas, crónicas, novelas y demás escritos. Primero los enumeraré y luego procederé a hablar, en general, de tales reglas con las que parto para crear literatura.

1.- Asómbrate.

2.- Trabaja.

3.- Persiste.

4.- Resiste.

5.- Indaga.

6.- Celebra.

7.- Critica.

8.- Respeta

9.- Corrige

10.- Comparte.

Probablemente, la regla principal es que, desde que recuerdo, el mundo me asombra. Y cuando digo asombro, quiero decir que tal reacción ante la realidad no se circunscribe a un cierto embeleso sino a la aceptación de que el mundo asombra por lo que nos ofrece: la belleza y el horror, el amor y el miedo, la certeza y el caos. Lo que da gozo y lo que hiere. De ahí parte la creación artística desde nuestra frágil condición humana. De ahí nace la conciencia de que todo nos pertenece por derecho de imaginación. Que respondemos a los frutos del mundo con la creación de nuestros propios mundos.

Muchos son los obstáculos a los que se enfrenta el escritor primerizo. Uno de ellos es la falta de autocrítica o, peor, el exceso de la misma

Muchos son los obstáculos a los que se enfrenta el escritor primerizo. Uno de ellos es la falta de autocrítica o, peor, el exceso de la misma. Crear tiene mucho de trabajo, pero también mucho de juego, de delicia. Es un aprendizaje interminable, una educación que nunca concluye. Además, uno no escribe solo para sí. Está el contexto en que nos hacemos escritores frente a la sociedad. Hay veces que recibimos su respuesta y hay veces que hablamos al vacío. El creador debe resistir dos corrientes antagónicas: las de las tendencias de moda y las del culto secreto. Debe escribir no para agradar a la opinión pública mayoritaria pero tampoco tiene que pensarse como alguien superior a su comunidad, como parte de una cofradía para iniciados. La creación es un trabajo como cualquier otro: se ejerce frente a tus pares, tus colegas, pero en la plaza donde todos tienen un criterio al respecto, un juicio de valor. Ciertamente es cosa de cada autor lo que quiere escribir y cómo quiere hacerlo. Resistir es ser fiel a lo que te mueve a escribir, le guste o no a tus lectores, le guste o no a tus colegas. Ser leal a tus filias y fobias, a tus creencias y dudas. Asumir tu propia brújula creativa y mantener la ruta que tú mismo has elegido hasta llegar a esas tierras donde todo es posible.

Pero, ¿qué pasa cuando no sólo eres poeta o narrador, cuando trabajas el ensayo, la crítica literaria, el periodismo cultural? Allí entra la indagación, el buscar respuestas a las preguntas que tú mismo te haces. El ser curioso de cuanto alimente tu sed de realidad, tu hambre de espejismos. Indagar es no esperar a toparte con la experiencia del asombro por accidente sino ir en su búsqueda, explorar todos los lugares donde puede ser tuya. Indagar es pensar en los demás antes que en ti mismo. Es estudiar temas que te desafían, historias que es necesario dar a conocer, personajes memorables que vale la pena revelar en sus circunstancias y percances. Y al hacerlo hay que celebrar lo que une a esos temas, historias y personajes con el aquí y el ahora. Hay que sacar, a la luz actual, las semejanzas y diferencias entre sus situaciones y las nuestras. Celebrar lo que nos enseñan y lo que nos ofrecen para entender mejor nuestra época, para comprender mejor que implica ser sociedad, hacer justicia, vivir en paz o en guerra, llamarnos humanos sin que necesariamente lo seamos.

El respeto nace de entender que la obra creativa es una mezcla de asombro, trabajo, persistencia, resistencia, indagación, celebración y crítica. Pero también es autocrítica: el saber corregir la obra propia hasta el último detalle, el aceptar que no es perfecta sino perfectible. El no creerte un genio sino un laborioso trabajador de la creación. Eso me enseñaron los talleres de literatura hace cuarenta y tantos años: nada está terminado hasta que está terminado. Todo puede mejorarse. No hay en la literatura dogmas inmutables: escribir es trabajo a largo plazo, obra para toda la vida. Palabra por palabra. Frase tras frase. Por eso hay que cuestionarlo todo, empezando por tus propias creencias. No claudicar en lo que quieres decir, en lo que has imaginado y deseas compartirlo con los demás. Porque al final eso es lo más valioso: haces un poema, una novela, un libro de ensayos, una indagación histórica para que otros la lean, la juzguen, la celebren o la critiquen. Escribir para obtener lectores, para compartir tus hallazgos y descubrimientos. Escribir para poder dialogar con los otros, para acordar o discrepar con ellos. Una mesa redonda donde todos tenemos derecho a la palabra, donde a nadie se le excluye.

Tales son mis diez mandamientos como escritor.

No son los únicos, por supuesto.

Como decía el mayor filósofo del siglo XX, Groucho Marx: “si estos no te gustan, tengo otros”.

Ah, y el último mandamiento, el undécimo, el más importante:

11.- Todo es creación. Tómala. Hazla tuya.


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