Yo no me llamo Javier

Por: Stephanie Rendón

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El siguiente texto es un cuentiensayo que mucho tiene que ver con la nieve estonia y el maíz mexicano. Está incluido en mi libro de cuentos Que venga la noche (2022), que fue presentado por primera vez en México en Librería Bonilla en 2023, junto con el equipo de Editorial Libros de Godot y Allan Elahí Pérez, bajista de la legendaria y muy querida banda de rock mexicana CODA, y dice así…

Hace unos veinte años que leí El nombre de la rosa de Umberto Eco. Conforme avanzaba en mi lectura de la novela, me preguntaba cuál sería el nombre de aquella rosa a la que aludía el título. Al llegar al final de la novela, donde Eco nos cuenta que de la rosa sólo nos queda el nombre, me emocioné tanto que se me salieron las lágrimas; en cierta forma aquél fue el final perfecto. Sin embargo, esperaba que el autor nos revelara el nombre de “la rosa”, personaje que para mí, inequívocamente se refería a la muchacha de la cual se enamoró el personaje del joven aprendiz de monje Adso de Melk. Nunca me imaginé que tal vez el título de la novela había sido puesto casi por casualidad y tampoco supe cuál era el nombre de la rosa. Recuerdo que me enojé. ¿Por qué el autor no le dio un nombre? Y si es que se lo dio, ¿por qué lo mantuvo oculto? Luego entendí que no siempre se necesita dar nombre a todo.

Al respecto de los nombres de las personas, quiero relatar la curiosa historia del nombre de mi padre. Hace poco tiempo me enteré de que el nombre de mi padre no es Luis, sino que es Javier. Y no es que mi padre no haya convivido conmigo lo suficiente o me haya abandonado y no lo conozca bien, no. Viví con mi padre, mi madre y mis hermanos hasta que cumplí veinticuatro años y pude rentar un departamento para mí. ¡Qué absurdo no conocer a ciencia cierta el nombre de mi padre! —pensará entre dientes el sagaz lector—, pero es que la historia es un poco confusa, ya verán.

Mi abuela paterna, siempre lo llamaba “Luis”. Los amigos, la familia, mi madre y todos los demás también lo llamaban así. Cualquier documento o formulario en el que se me ha preguntado el nombre de mi padre, lo he contestado con total firmeza: “Luis”. Sin embargo, recientemente encontré algunos de mis documentos escolares infantiles en donde figuraba la firma de mi padre, y junto a ella el nombre en letras clarísimas de “Javier”. Confundida, se me ocurrió preguntarle el porqué. “Oficialmente me llamo Javier, pero mi nombre real, el del corazón es Luis. Te lo conté alguna vez, ya no te acuerdas”, dijo mi padre.

Cuando él nació, mi abuela quiso que se llamara Luis, y con dicho nombre solicitó el registro del nacimiento de su hijo (mi padre). En el día de la graduación, cuando mi padre terminó de cursar la escuela primaria, un maestro orientado al detalle se percató de que el nombre oficial del niño Luis, no era ése, sino el de Javier, ya que así estaba escrito en sus documentos de graduación. Los maestros mandaron llamar al niño a la oficina de la directora y sintiéndose un poco retóricos, le preguntaron cuál era su nombre. “¡Yo no me llamo Javier!”, insistió mi papá. Los niños de la escuela se juntaron en gesto solidario y fueron a la oficina de la directora de la escuela para dar fe y testimonio fidedigno de que el niño Luisito se llama Luis y no Javier como falsamente les querían hacer creer. “Es verdad, profesora. El nombre de este niño es Luis. Nosotros vivimos cerca de su casa, salimos a jugar a los carritos y a las escondidas todos los días y siempre se ha llamado así, se lo aseguramos. ¡Pregúnteles a nuestras mamás, y verá que no mentimos!”.

Inmediatamente la directora de la escuela mandó llamar a mi abuela para aclarar la situación. La sorpresa de mi abuela fue encontrarse con que en el acta de nacimiento que tenían en la escuela —la cual no había leído con anterioridad pues no se había presentado la necesidad de hacerlo—, el nombre de su hijo no estaba escrito como Luis, tal y como como ella había querido, sino como Javier. Naturalmente, mi abuela quien estaba completamente segura de cuál era el nombre de su propio hijo, prometió llevar documentos oficiales a la escuela que reflejaran el nombre correcto, para que corrigieran aquel pequeño, pero significativo error.

Era evidente que algún burócrata obnubilado de la oficina del registro civil cometió el error de registrar al niño oficialmente con el nombre de Javier, en lugar de Luis. Nadie revisó los papeles oficiales después del registro del nacimiento y así había quedado el asunto. Mi abuela quiso hacer el cambio de nombre y consultó el tema con los abogados. Éstos le dijeron que el cambio de nombre era un proceso muy tardado y sumamente laborioso. Mientras tanto, el niño tenía que continuar con su educación. Había concluido la primaria y ahora cursaría la secundaria. Luisito tenía que inscribirse en la escuela secundaria con el nombre oficial que figurara en sus documentos, y el único nombre oficial que existía era el de Javier. Así que el niño Javier, alias “Luis”, o Luis alias “Javier” para efectos prácticos, se registró en la escuela secundaria número diez de la ciudad. La alternativa era que el niño no fuera a la escuela hasta que se corrigieran sus papeles. “Pero señora, esto puede tomar años. Nuestra opinión como abogados, es que inscriba al niño en la escuela y ya veremos cuanto tardan las cosas en resolverse”. Y así fue como mi padre se llamó Javier, llamándose Luis.

Después de aquel descubrimiento nominativo, nada cambió para el niño Luis. Sus amigos y su familia lo siguieron llamando Luis. Habría sido muy raro cambiarle el nombre después de tantos años de conocerlo. Mi padre creció, estudió la preparatoria, luego la universidad, y hasta la maestría, y el tema del papeleo de sus documentos oficiales se fue al olvido y nunca se arregló. Mi padre firmaba documentos oficiales con el nombre de Javier, y en casa y para los amigos, él siempre fue y seguirá siendo Luis o Luisito. Inclusive mi madre, siempre lo ha llamado así. Nunca la he escuchado llamarlo Javier, ni cuando discutían sobre algún tema. Y así es como mi padre ha vivido toda su vida siendo dos personas a la vez: el desconocido, formal e indeseado Javier, y el muy querido, defendido y familiar Luis.

Me parece que cuando uno está muy seguro de quién es, no importa cómo lo llamen a uno. Es aquí donde considero oportuno mencionar la conocida historia de la obra de teatro La importancia de llamarse Ernesto de Oscar Wilde, donde dos hombres diferentes fingen ser el mismo hombre (llamado Ernesto), con el propósito de casarse con dos mujeres distintas que sueñan con tener un marido que se llame “Ernesto”. ¡Y en esta historia, sí que importó llamarse Ernesto! Si es que Oscar Wilde hubiera podido leer El nombre de la rosa y hubiera podido conocer a su autor, tal vez, Wilde le rogaría a Eco que le diera un nombre a la rosa, ¡por piedad, el nombre sí importa!

Este cuento no tiene otro argumento que las anécdotas que en el mismo se cuentan, como ya se habrá dado cuenta el lector, sin embargo, hay una pequeña historia más que vale la pena agregar antes de concluir. Casi inmediatamente después de que mi padre me contara la historia de su nombre, se me ocurrió contársela a mi marido, y muy a propósito, él me confesó que su apellido también tenía una historia similar, con algunos tintes de leyenda.

En Estonia únicamente hay cuatro personas que llevan el apellido de Velli-Vällik. Dichas personas afortunadas, son mi esposo, su madre, su abuelo y la esposa de su abuelo. El bisabuelo de mi esposo se llamaba Otto Vällik. Cuando Estonia se independizó por primera vez en 1918, entre otras cosas, el gobierno empezó a dar nuevos pasaportes y documentos de identificación oficial a su gente. Para obtener aquellos nuevos documentos oficiales y continuar con la vida cotidiana, la gente tenía que acudir a una oficina de registro donde se cotejarían los registros nominales de las iglesias. El único requisito para obtener los nuevos documentos de identificación oficial era el de mostrar un certificado avalado y firmado por el ministro de la iglesia correspondiente, quien confirmaría la identidad de la persona, al cotejar dicha identidad con la de un viejo libro de registros.

El bisabuelo Otto acudió al ministro de su iglesia, quien tenía fama de beber mucho vino sacramental fuera del horario de misa. Otto tuvo la mala suerte de ir a recoger su certificado precisamente a la hora que el ministro estaba en el auge de los efectos dionisíacos del vino. El ministro borracho tenía sus razones para beber tanto. Estaba enamorado de una chica llamada Velli, quien había sido su novia durante algún tiempo. Lo único que el ministro tenía que hacer era copiar el nombre de Otto Vällik y escribirlo en una papeleta y firmarla. Lo malo, es que el pobre hombre casi se caía al suelo de borracho y había que sostenerlo para que pudiera estar en pie. El ministro pensaba en su enamorada Velli y lloraba por ella. Cuando escribió el certificado oficial para Otto, escribió: “Otto Velli”; unos segundos después se dio cuenta de su error, ya que debió escribir Vällik y no Velli. Velli ya no estaba enamorada de él, ya se lo había dicho, pero él seguía dibujando su hermosa figura (y su nombre) en su mente día y noche sin poder olvidarla. Los dos nombres se parecían mucho, el apellido de Otto y el de su amada, y al estar borracho, fue fácil cometer un error de escritura. Para corregir su error, el ministro agregó el apellido correcto y le añadió un paréntesis. El nombre completo en el certificado oficial de identidad quedó así: Otto (Velli) Vällik. Con la adición de aquel galano paréntesis el ministro quiso dar a entender que el nombre de Velli, era el incorrecto (aunque con lágrimas en los ojos, pensó en lo correcto que era el nombre de su amada). ¡Lindo detalle de aquel borracho poco ortográfico! El señor Otto al ver su certificado, pensó en que, si eso era lo que había escrito el ministro de su parroquia (la autoridad representante de Dios en su pueblo), así debía ser, y punto.

Algunos días después, ese certificado llegó a manos de la oficina gubernamental que expediría los nuevos documentos oficiales del señor Otto. Cuando la persona que recibió dicho certificado leyó el nombre, le pareció raro que el apellido llevara un paréntesis. Para esta persona el paréntesis no representaba una corrección, sino algo así como una adición. Los paréntesis estaban prohibidos en los nombres oficiales de la gente. Esta persona quiso ser creativa y para incluir el nombre del paréntesis, decidió que era mejor sustituir el paréntesis por un guión ortográfico. Los paréntesis se utilizan para insertar información complementaria o aclaratoria, así que escribió en el documento oficial, el flamante y novedoso nombre de “Otto Velli-Vällik”. Y de esta forma, desde aquel día nació un apellido único en el mundo que aún es portado orgullosamente por la cuarta generación de descendientes del buen y pragmático Otto.

La verdad es que a Otto no le importó mucho el cambio de nombre; él sólo quería un maldito documento para continuar con su negocio de venta de papas y que lo dejaran en paz. Cualquier retraso en el tiempo de entrega de sus documentos le saldría muy caro a su negocio, así que, “¡qué más da llamarse así o llamarse de otra forma, si al final sigo siendo yo!”.

A mi padre le dio lo mismo el nombre; al bisabuelo Otto le dio lo mismo el apellido; al ministro le importó tanto el nombre de su amada, que lo inmortalizó dejándolo como herencia a toda una familia; y al escritor Umberto Eco le dio lo mismo no nombrar a la rosa. Llevar un nombre tal vez no sea lo más importante en la vida, pero enlazo esta idea a las escrituras hinduistas que afirman que al repetir infinitamente los mil nombres de Dios se logran estados elevados de la conciencia cercanos a la iluminación. Una vez escribió Gandhi que se dice que hay tantos nombres de Dios como hay criaturas en el mundo, y por eso Dios no tiene un solo nombre, y como Dios habla muchas lenguas, también es mudo, y como tiene muchas formas, se le considera sin forma. Puede ser que tal vez a Dios tampoco le importen mucho los nombres y prefiera dejar a la humanidad la disputa sobre la creencia de que los nombres o las palabras son simple convención humana para podernos entender entre todos, sin expresar la esencia de lo que significan, o bien expresan la esencia de lo que significan.

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