Un trío de cuidado: Edward Hopper, Diane Arbus y Russell Drysdale

Por: Gabriel Trujillo Muñoz

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Tres artistas del siglo XX me vienen a la cabeza cuando pienso en el retrato moderno de la vida del ser humano en comunidad: Edward Hopper (1882-1967), Diane Arbus (1923-1971) y Russell Drysdale (1912-1981). En el caso del primero, Hopper nos ubica en el nudo de un relato del que nunca nos enteramos ni de su inicio ni de su desenlace. Su obra nos recuerda que en el mundo actual, donde las relaciones humanas son efímeras y cambiantes, cada hombre y mujer debe lidiar con sus propias angustias existenciales. En sus pinturas estamos en un espacio que puede ser una cafetería, como en Autómata (1927) y Aves nocturnas (1942), un cuarto de hotel, como en Habitación de hotel (1931), La luz de la ciudad (1954) y Motel en el oeste (1957), una casa o un departamento, como en Habitación en Nueva York (1932), Pueblo carbonero en Pensilvania (1947) y Habitaciones junto al mar (1951), o un transporte, como en Coche de asientos (1965).

Ya el poeta Mark Strand ha dicho en su libro Hopper (2008) que en los cuadros de Hopper nos encontramos, como espectadores en una situación que a la vez que nos incomoda por su misterio, nos seduce por su inmóvil expectación: “es como si fuésemos testigos de un acontecimiento que somos incapaces de nombrar, Sentimos la presencia de lo que permanece oculto. Hopper ejerce su poder sobre nosotros con extraordinario tacto: dándole forma a la privacidad, otorgándole un espacio donde pueda ser atestiguada sin ser violada. Las habitaciones de Hopper son tristes refugios del deseo. Querríamos saber más de lo que sucede en ese entorno, pero por supuesto resulta imposible”.

Las sensaciones que la pintura de Hopper desata en quien las contempla van desde la soledad, la pérdida, la falta de comunicación con los demás, la apatía, el aburrimiento, la introspección. Su maestría figurativa y su genial creación de espacios nos introduce a un mundo aparte de momentos muertos, donde cada ser humano, ya sea hombre o mujer, se replantea quién es, qué quiere ser o cómo ha llegado a esa precisa situación en la vida. Instantes en que nada pasa y todo sucede. En muchas de sus obras, hay una pareja que comparte una mesa, una barra de café, un vagón de tren o una habitación, pero que su cercanía no les impide estar cada uno viviendo su propio mundo interior, su propia soledad compartida. O vemos figuras solitarias, que hacen sus rutinas como elementos decorativos de pueblos fantasmales. Las pinturas de este artista son la representación de un mundo que se desplaza más alla de lo humano. Al final sólo quedan cuartos vacíos, habitaciones deshabitadas, carreteras sin nadie a la vista. Poesía de la lejanía entre extraños.

La pintura de Hopper es una oda anticipada de la desaparición del ser humano como especie. Bitácora del ser humano desde el progreso que lo aísla, desde la civilización urbana que lo deja hablando solo. Es un conjuro simbólico de la historia de la humanidad en relación con los objetos y recintos que le dan contexto y realidad. Es el recuento, en clave de desasosiego, del porvenir que nos espera como fantasmas, como sombras. Ya en su cuadro Habitaciones junto al mar (1951), los seres humanos se han evaporado y sólo queda el mar en la distancia y la luz solar que entra e ilumina una porción del muro y del suelo. Por eso mismo, las personas que Hopper retrata forman parte indisoluble de los espacios que ocupan en su paradoja existencial: son seres presentes en su ausencia. Estos hombres y mujeres parecen, a primera vista, fantasmas asomándose a la realidad, espíritus sumidos en su propio mundo.

Los cuadros de Hopper son, en general, paisajes introspectivos que nos contagia con su ensimismamiento. Son memorias con traje y corbata. Seres humanos en medio de una modernidad que a ellos les da hastío y a nosotros nostalgia. El efecto más perdurable de las pinturas de Hopper es que nos obligan a completar sus paisajes escuetos, sus personajes lacónicos con un relato a su medida y circunstancia. Toda su obra es una invitación a narrarla, a darle trama y sentido, a llenarla de nudos, dramas y desenlaces. Su obra entera puede ser leída como imágenes fijas de una misma película de cine mudo. Una sin más letreros explicativos que nuestra imaginación. Una sin más subtítulos que nuestra propia historia. La diaria. La cotidiana. La que todos hacemos sin pensar.

En contraste con Hopper, Diana Arbus, la fotógrafa estadounidense, no toma distancia con sus retratados, no intenta sujetar en su luz la inercia de la vida, el tiempo en su inane resplandor, sino que se asume como parte de un espectáculo de fenómenos de circo llamado humanidad, como promotora de aquellos que no cuadran con lo establecido, de aquello que viven lejos del ojo severo de la sociedad que todo lo juzga a su antojo y desde sus prejuicios. En sus fotografías, lo que sobresale es la pasión que Arbus siente hacia lo marginal, lo raro, lo extremo. O hacia la normalidad monstruosamente exhibida por las calles de Nueva York. La anomalía como centro de la cultura contemporánea. Todos somos freaks, es lo que la obra fotográfica de Diane Arbus nos dice. ¿Para qué negarlo? Cada uno de nosotros representa los sueños deformes de los demás, las pesadillas grotescas de nuestros semejantes. Pero lo que Arbus fotografía no son las diferencias que nos separan en lo físico, sino las similitudes que nos unen en lo espiritual. Todos somos criaturas deseosas de llamar la atención. Seres humanos que buscamos ser queridos o comprendidos.

En la obra de Arbus está el desfile de lo humano con su corazón desnudo, una mirada sin remilgos que termina por hacer que lo marginal, lo raro y lo extremo seamos nosotros, sus espectadores. De ahí que estos retratados son algo más que personajes interesantes: son la vida en su desafiante diversidad, lo humano en el ojo de la luz, sin intenciones de ocultar el hambre que los anima, el deseo que los estremece, las pulsiones que los destacan de la grisura existencial de sus semejantes. Extraños o excéntricos, pero siempre ellos mismos: luchando contra lo correcto y lo mayoritario, desafiando la normalidad prevaleciente. El mundo de Arbus es una influencia artística decisiva hasta nuestros días, sobre todo en este mundo inmerso cada vez más en modelar la existencia propia bajo los moldes de la Inteligencia Artificial, en una realidad que sólo importa si brilla en la pantalla de nuestros celulares, donde sólo prestamos atención a lo ridículo, lo trágico y lo narcisista, siempre y cuando nos sirva como pretexto para una selfie o un meme. Por eso mismo, la mirada de Arbus nos abarca a todos, nos recuerda que el horror contemporáneo lleva nuestros rostros y habla con nuestra voz. Imágenes poéticas en su fiesta de esperpentos citadinos.

En el caso de Russell Drysdale, el pintor australiano, estamos con otra mirada parecida a la de Hopper y Arbus, pero realizada desde la periferia del mundo. En vez de contemplar las ciudades y pueblitos de los Estados Unidos, su obra nos traslada al desierto australiano, a las tierras desoladas de su país de adopción. Nacido en Inglaterra en 1912, Drysdale llega a Australia en 1923 y hace de este continente austral su musa, su quimera personal. Russell fue, desde que tuvo un desprendimiento de retina a los 17 años, pobre de vista y, sin embargo, se empeñó en captar la vida que era suya como artista visual. Su visión se centra en captar los pueblos de las remotas comarcas de Australia, en presentarnos un mundo inhóspito, lleno de seres marginados, de vidas solitarias que se aferran a un mundo que no ofrece comodidades ni descanso. Si aquí hay multitud es de granos de arena, de astros siderales.

En esos paisajes desérticos, el ser humano crea un paraíso propio con lo mínimo necesario para subsistir. Aquí la naturaleza es el personaje principal y los residentes de la misma se convierten en simples detalles, en sombras peregrinas, en troncos maltrechos, en vientos repentinos. Russell es un profundo observador de su entorno y este acto testimonial lo traslada a los personajes de sus pinturas: seres que observan el mundo con fijeza, con parsimonia, con atención y capturan en sus gestos y miradas los cambios que trae la modernidad a sus vidas, el progreso a sus pueblos y rancherías. Drysdale examina la condición humana, sus turbulencias internas, frente a un paisaje que parece no tener nada que ofrecer excepto la luz más cruda, el horizonte más inhóspito. En su obra, como el propio Russell lo dijera hacia 1944, trata de exponer “la forma en que un hombre se comporta frente a un medio ambiente del que termina convertido en parte suya. Y lo hace con una gracia y una dignidad únicas”.

Al poner énfasis en el desierto australiano y sus pioneros, aborígenes y habitantes, Drysdale cambió la percepción que los propios australianos tenían del mismo y lo puso como un centro esencial de la creación artística de su país. La nada y el vacío se vuelven en su pintura un paisaje cargado de simbologías, una tierra calcárea, calcinada, reacia a la humanidad en sus hábitos domésticos, donde el tiempo parece no transcurrir, donde todos las eras del mundo se apelmazan, donde los seres humanos no valen más que un grano de arena y aparecen retratados con toda la eternidad del polvo sobre sus espaldas, con todas las cicatrices de la tierra en sus rostros. Enigma visual que surge, vehemente, impetuoso, en cuadros suyos como Murphy´s (1947), Road With Rocks (1949) o Broken Mountain (1950), donde la vida civilizada se disuelve en la infinitud del desierto, donde todo camino es una travesía sin final a la vista. Criaturas en soledad que deambulan por los arenales: orgullosas de su aislamiento, vitales como ellas solas, salvajes hasta la médula del hueso. Vidas para las que el mundo siempre ha sido una desolación asumida como cosa cotidiana, como rutina de trabajo.

He aquí tres retratistas de lo humano en sus carencias y debilidades, en sus cegueras y congojas. Tres artistas-poetas que no olvidaron que la humanidad es una especie feroz que ignora demasiado de sí misma. Creadores que pusieron el dedo en la llaga y aceptaron la voracidad de la mirada, el ojo en su insaciable travesía. Sus obras son incordios soberanos, irritantes permanentes. Un arte que no concita asombro sino reacciones viscerales, sordideces compartidas. La condición humana en carne cruda, en tierra sin dueño, en ciudades que no duermen porque representan pesadillas colectivas, calamidades públicas. Un estado de ánimo desde la vida anónima, desde un cuarto vacío. Una cafetería donde los fantasmas se acumulan sin dejar de estar apartados unos de otros. Retratos de un tiempo crepuscular donde la humanidad ya sólo es su propia disolvencia, su irremediable despedida.

La pintura que aparece en el inicio del texto es Automat de Edward Hopper

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