Sobre Máquinas y objetos: Latas y abrelatas
Por: Fernando Clavijo M
Algunos inventos son llamados arte por ser muy hermosos o por comunicar alguna verdad, pues una de las acepciones del arte es la propuesta. En latín, sin embargo, esta palabra refiere a lo que bien se hace. El participio del bien hacer, hecho, o en latín facto, nos refiere a lo ya inventado, y de ahí el vocablo arte-facto. La palabra artefacto, pues, debería nombrar lo que bien se ha hecho, o lo que bien sirve. Lo primero que me viene a la mente —o mejor dicho, al estómago— es una comida, digamos que un guiso. Pero la palabra tiene algo de mecánico, y un guiso, aunque tenga arte y esté bien hecho, no es un objeto. Así que en esta ocasión tomaré un ligero desvío, las latas de conservas y su pareja inseparable, el abridor de latas.
Según el libro Consider the fork, de Bee Wilson, el abridor tiene una historia curiosa, y es que se inventó más de 50 años después de las propias latas. Estas fueron patentadas en 1813 por Peter Durando, y luego comprada por Brian Donkin, que abrió junto con sus socios una fábrica llamada “Preservatory” que usaba el método ya conocido de guardar productos en contenedores hervidos en agua, pero en vez de usar vidrio (como comisionó Napoleón para el trayecto de su incursión a Rusia), utilizaron el estaño. Estas conservas tenían un problema: abrirlas era difícil. Se usaban picos y martillos, pero muchas veces la comida se desparramaba. Increíblemente, hasta la década de 1860 las latas traían la instrucción siguiente: “cut round the top near the outter edge with a chisel and hammer”.
Para probar lo importante de este invento, que siempre me ha parecido menospreciado, fui con un buen amigo a comprar conservas enlatadas y enfrascadas, la mayoría ultramarinas. A grandes rasgos, la oferta de conservas se encuentra en tres paradas: los supermercados, donde está la mayoría de los productos nacionales como frijoles, cochinita pibil, y chongos; los mercados asiáticos especializados[1], para comprar desde leche de coco y curry hasta sake y té verde; y los auto-denominados gourmet, donde domina lo europeo – no sé si obedeciendo al vector de precios o al origen de los propios abarroteros. Visitamos uno de estos últimos y en la caja dejamos lo que traíamos en la cartera, sin incurrir en pecados como caviar y trufas, junto con toda memoria de palabras como botulismo, que se evita consumiendo antes de la fecha de caducidad (o al contrario en el caso del surströmming sueco), y escorbuto, para lo que basta estar al día con la vitamina C.
Por salud pues, empezamos la investigación justamente combinando agua de limón con vermouth rosso y hielo, digamos que más de una vez. Como entradas, los inevitables boquerones con vinagre, y jamón ibérico de bellota, tratando al producto con respeto, que no es lo mismo que ceremonia. Hay que cuidar, por ejemplo, que el jamón esté al tiempo. Y a los boquerones no les vino mal un chorrito del aceite floral y mantecoso de arbequina, que es una oliva originalmente palestina pero en este caso cultivada y prensada en Lérida, Cataluña, de una botella muy bonita que porta en la etiqueta a un pajarito similar al que llaman tordo – creo que debe serlo pues la cosecha sucede típicamente en otoño, época en la que se atrapa a estos deliciosos animalitos poniendo brea en árboles rodeados de redes, práctica que me parece maravillosamente antigua. La arbequina en sí es pequeñita, mucho menos vigorosa y agresiva que la ya abusada kalamata, y la picoteamos completamente drenada.
La segunda tanda de entradas incluyó al que yo llamaría el plato estelar: las almejas al natural, edición limitada, de la marca Cuca. Para abrir una lata, verterla en un plato sin más y obtener éxito total, este es un gran producto excelentemente conservado. Estas vienen de la Ría de Arousa, un estuario salino un poco al norte de Pontevedra; es una de las cinco rías baixas, tan renombradas, entre otras cosas, por el albariño y el pulpo a feira. De las almejas que ahí se encuentran, la japónica y la rubia se comen cocidas, típicamente al vapor de una cafetera, y la llamada fina – que es la que nos atañe – viene depurada de sal, se come cruda y sabe a un bocado de mar poco profundo. Y aunque es época de hongos frescos, para esta comida sacamos los orejilla congelados (los hongos frescos se pueden mantener como nuevos en una bolsa de plástico en el congelador) y los salteamos en un poco de manteca de pato (las latas de confit no sólo traen carne), un trozo de foie gras, y mucha pimienta; a lo cual como contraste añadimos algunos rovellones (Ferrer tiene unos muy buenos) en conserva. Al vermouth, para darle más fuerza y poder digestivo se le puede poner ginebra – con lo cual se vuelve un martini -, un toque de campari y obtenemos el negroni.
Como plato principal, ensalada de seis conservas. Estas son, en orden: corazones de alcachofas de Navarra, sardinillas, ventresca (la papada del atún, de ahí el nombre parecido a vientre), anchoas del Cantábrico, pimientos del piquillo, y una punta de tapenade (italiana, para que no se diga). Todo rociado con unas gotas de vinagre de Jerez y aceite. Vale la pena cuidar la calidad de las anchoas, pues al ser semiconservas, i.e., maduran en la lata, son sujetas al mal manejo, que las vuelve más saladas y deshilachadas. Un gran plato. Mi único comentario sería que la grasa de la ventresca, cuando se cuidan sus láminas gelatinosas, y la fuerza de la anchoa hicieron casi desaparecer a la sardinilla, algo así como poner un disco de Chet Baker en el cuarto de al lado – que no es bueno ni malo, depende qué tanto le guste a uno el metal.
La postura ante las conservas es tan variada como son sus consumidores. Por un lado, sus detractores dicen que el BPA (bisfenol-a), que actúa como una hormona parecida al estrógeno, viene en suficiente concentración en algunas latas como para causar trastornos graves ligados a la tiroides y al cáncer de próstata. Pero está suficientemente documentado que los tomates en conserva contienen más del antioxidante licopeno que los naturales, lo cual es bueno contra el cáncer de próstata. No hace daño leer las etiquetas.
Debe decirse que ninguna lata fue lastimada en este experimento, gracias al abridor lateral actual que todos conocemos. Pero es increíble pensar que este tardó tanto en llegar, y no por un problema tecnológico sino porque es algo realmente ingenioso. La historia nos dice que el primer artefacto usado como abrelatas vino de mano de Robert Yeates en 1855, pero solo era una especie de pinza que sujetaba la lata en lo que se cortaba la tapa. En 1868 surgió una llave que desenrollaba la tira superior de las latas, pero aun así realmente solo hacía un hueco en la lata. En 1930 se introdujeron los abridores eléctricos, pero esto añadía una complejidad innecesaria al proceso. El abridor lateral que conocemos actualmente ¡no se inventó hasta la década de 1980! Así que la próxima vez que se abra una lata, básica o finísima, de conservas para acompañar una cerveza o una copa de cava, hagamos un brindis por esta herramienta/máquina tan útil, necesaria y , sobretodo, tan elegante.
[1] Super Mikasa, San Luis Potosí #173, Col. Roma (para más sucursales visitar mikasamex.web.fc2.com); Super Kise, Londres esquina División del Norte, Coyoacán.
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Delicioso!
… algo así como poner un disco de Chet Baker en el cuarto de al lado – que no es bueno ni malo, depende qué tanto le guste a uno el metal.!!!👍🏼