Selección Sanguaza (II)

Por: David Noria
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Estos fragmentos fueron escritos entre diciembre de 2016 y diciembre de 2018 en Ciudad de México (Unidad Ana Bolena, colonia Agrícola Metropolitana, Delegación Tláhuac), a algunas cuadras de donde fue abatido “El Ojos”, jefe del cartel de Tláhuac y a escasos quince minutos caminando del lugar en que se produjo el accidente de la estación Olivos de la línea 12, que costó la vida a 26 personas en mayo del 2021.
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En las semanas y meses posteriores a la desaparición de los 43 estudiantes en Ayotzinapa, sin lugar a dudas el crimen de mayor resonancia de esta última década en México, mientras se realizaba la búsqueda de los plagiados, comenzaron a aparecer en distintos lugares aledaños al sitio de la desaparición y los alrededores, fosas clandestinas. Recuerdo que durante esos días hubo una gran cobertura mediática relacionada con estas fosas, donde se esperaba encontrar, prontamente, los restos de los desaparecidos, acabando así con la angustia provocada por el hecho entre los familiares y, de paso, cerrando un caso que generaba una pésima imagen en el extranjero para México. Hay que reconocer que ya desde un primer momento, la prensa se alineaba con la posición adoptada por los gobiernos estatal y federal (“no buscamos personas sino cadáveres”) y enfatizaba la idea de la inminencia del hallazgo de los cuerpos de los plagiados con la aparición de cada nueva fosa –lo que terminaría meses después en la conferencia de prensa ofrecida por el fiscal especial Murillo Karam al presentar la tesis de la “verdad oficial”, en que se sancionaba que los desaparecidos habrían sido ejecutados por miembros del cartel de “Los Rojos”, y sus cadáveres incinerados más tarde en un basurero de la localidad de Cocula. Pero a cada nuevo hallazgo sucedía una (pronta) decepción: o las fosas no contenían el número de cadáveres que se buscaba, o los informantes utilizados por la policía descartaban la posibilidad que los exhumados fueran los estudiantes, o los exámenes practicados a familiares de los desaparecidos establecían que esos cuerpos no correspondían a los de sus hijos, esposos o compañeros. Y la expectación derivada de ese “hallazgo inminente” publicitado por los medios era reemplazada entonces por un relampagueante olvido: como por arte de magia el interés surgido en torno a los cadáveres desenterrados desaparecía y el foco de atención informativo se lanzaba hacia lo que tenía que ofrecer la nueva fosa descubierta, a veces ubicada al costado de la anterior.
Pablo Palacio, extraordinario narrador ecuatoriano, escribe en Un hombre muerto a puntapiés, relato publicado en 1927 que trata acerca del asesinato de un homosexual, lo siguiente: “Yo no sé en qué estado de ánimo me encontraba entonces. Lo cierto es que me reí a satisfacción. ¡Un hombre muerto a puntapiés! Era lo más gracioso, lo más hilarante de cuanto para mí podía suceder. Esperé hasta el otro día en que hojeé anhelosamente el Diario, pero acerca de mi hombre no había una línea. Al siguiente tampoco. Creo que después de diez días nadie se acordaba de lo ocurrido entre Escobedo y García.” La afirmación de Palacio respecto a la tremenda obsolescencia de la información en nuestras sociedades (qué decir de lo que ocurre en esta era de la virtualidad, donde una tragedia sucede a otra en cosa de minutos, sin dejar nada parecido a un recuerdo o memoria en la pantalla sedienta de datos), me hacía total sentido con lo que contemplaba y oía en la televisión y medios escritos por aquellos días, ese vaivén que nunca se detenía entre máxima exposición y total olvido. Y, sin embargo, había una pregunta irresuelta que, tras el revuelo causado por el descubrimiento de cada nueva fosa, nadie parecía (querer) responder: si los cadáveres hallados no correspondían a los de los 43 estudiantes entonces, ¿quiénes eran los muertos anónimos de las fosas de Guerrero?
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Colinas de Santa Fe, un emplazamiento ubicado a las afueras de la ciudad de Veracruz cuyo uso como cementerio clandestino, largamente envuelto en rumores, fue confirmado en agosto de 2016, gracias a la acción del colectivo Solecito, una organización integrada por madres de desaparecidos, es considerada la mayor fosa de este tipo, no sólo de México sino que de toda Latinoamérica. De entre los cientos de cráneos y miles de fragmentos de huesos de más de trescientas personas que se han rescatado del lugar, únicamente han podido identificarse dos (hasta la fecha de hoy, 15 de noviembre de 2018, en que registro esta entrada).Conminadas a responder frente al avance en la identificación de los restos, las autoridades judiciales han alegado estar “completamente sobrepasadas” por el tamaño de la tarea que deben enfrentar, además de señalar que no cuentan con los recursos técnicos y humanos para avanzar con la labor. Sin poner en duda esta versión (pues amén de atender los casos relativos a la fosa de Colinas, los forenses del estado deben trabajar también con las otras fosas que se encuentran diseminadas a lo largo y ancho de Veracruz), es necesario destacar que estas mismas autoridades han mostrado una marcada lentitud para abordar los casos, de acuerdo a los testimonios de familiares de los desaparecidos, quienes también han denunciado -en varias ocasiones- la suspensión de las actividades de exhumación por falta de personal o de maquinaria necesaria para remover el suelo, junto con la prohibición de acercarse al lugar, lo que ralentiza aún más el descubrimiento de nuevos restos.
Estas actitudes generan dudas válidas entre los familiares de las víctimas -a los que habría que agregar a todos aquellos observadores externos interesados en el esclarecimiento de los casos- respecto de los verdaderos motivos que llevan a las autoridades, en muchas ocasiones, a obstaculizar en vez de facilitar las investigaciones. ¿Por qué las trabas? ¿Por qué la secrecía? ¿Por qué el silencio si los cadáveres se acumulan capa tras capa, como densos arrecifes, dentro de las fosas?
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El martes 12 de noviembre de 2018 se publicó una investigación realizada por un grupo independiente de periodistas en que se señala la existencia de casi dos mil fosas clandestinas en México. El estudio indica que el surgimiento del fenómeno coincide con la declaración de “guerra” contra el narcotráfico hecha por el expresidente Felipe Calderón (2006), agregando que, año tras año, el número de fosas descubiertas ha aumentado exponencialmente. Este reportaje, cuya publicación debería haber producido, al menos, un escándalo en México, ha merecido escasa atención por parte de la prensa y de las redes sociales. No se ha generado ningún tipo de discusión en torno a la exactitud de los datos entregados ni se han cuestionado las fuentes utilizadas por los periodistas, no se ha polemizado sobre la magnitud que alcanza la extensión del fenómeno (24 de los 32 estados del país presentarían inhumaciones clandestinas), el gobierno no ha tenido que desmentir la información ni aclarar su postura frente a los hechos. Como si el reportaje jamás se hubiera dado a la luz. Lo más asombroso de todo es que el mismo día de su publicación se confirmó la muerte de Stan Lee, reconocido autor de cómics norteamericano, hecho del cual la mayor parte de los noticiarios del país dio parte; otro tanto pudo verificarse en redes como Facebook y Twitter, donde los mexicanos compartieron y comentaron extensamente los pormenores del deceso, valorando la importancia de Lee y ensalzando su obra. El contraste entre la casi nula difusión del reportaje y la rápida viralización de la noticia de la muerte de Lee permite entender cuál es el estado de la causa de los derechos humanos en México.
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