Selección Sanguaza (I)

Por: Manuel Illanes

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Estos fragmentos fueron escritos entre diciembre de 2016 y diciembre de 2018 en Ciudad de México (Unidad Ana Bolena, colonia Agrícola Metropolitana, Delegación Tláhuac), a algunas cuadras de donde fue abatido “El Ojos”, jefe del cartel de Tláhuac y a escasos quince minutos caminando del lugar en que se produjo el accidente de la estación Olivos de la línea 12, que costó la vida a 26 personas en mayo del 2021.

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Se hace difícil imaginar que los restos que se encuentran en las fosas diseminadas por todo México, apenas fragmentos, minúsculas astillas de huesos rescatadas del polvo por los forenses, formaron parte de hombres y mujeres con un nombre, una edad y un rostro definido, seres humanos plenos de temores y deseos como nosotros. Se hace difícil porque -creo- el crimen organizado se ha encargado de aniquilarlos de forma tal de hacer justamente irreconocible su humanidad. Al transformar los cuerpos en meras excrecencias que se distinguen a duras penas del paisaje, el Narco convierte la tragedia de las desapariciones en un acto irreal, algo que apenas puede ser creído, que lleva la marca de lo inverosímil. Cuánto de la malevolencia heredada del Tercer Reich hay en estas acciones, que hacen doblemente víctimas a los asesinados -puesto que se busca eliminar cualquier posibilidad de que el crimen se descubra al mismo tiempo que se borra la condición de seres humanos de los muertos, lo que afecta también la capacidad de recordarlos- es lo que me parece más terrible de esto.

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Una de las reflexiones más densas efectuadas acerca de la violencia que se manifiesta desde hace décadas en México la ha realizado Everardo González, documentalista mexicano, en La libertad del diablo, filme estrenado en 2017. Los testimonios y las imágenes que González exhibe calan hondamente en cualquiera que pueda ver el documental. Las revelaciones hechas por víctimas de secuestros, familiares de desaparecidos, policías, paramilitares y sicarios permiten iluminar una realidad que, a pesar de ser constantemente negada –con el objetivo claro de invisibilizar sus manifestaciones, se torna insoslayable, dura como cadáver, móvil como avalancha. La realidad de la industria de los plagios y del clima de miedo que ellos producen. La realidad de los desaparecidos y de los muertos que la tierra descubre cada cierto tiempo junto con la aparición de una nueva fosa. La realidad del horror. Sé que es un cliché apelar al horror en un caso como éste (aunque nos lo susurre el Coronel Kurtz), pero mientras el lenguaje no nos otorgue otras alternativas, lamentablemente deberé restringirme a usar las que están disponibles, manidas o no, buscando emular los modos del miedo a través de la vacilación, el balbuceo, la incertidumbre que se hallan en el fondo de estas palabras.

Para mí, uno de los elementos más importantes que componen la aproximación que González hace al tema de la violencia es su decisión de retratar a víctimas y victimarios con pasamontañas, sin mostrar los rostros de los testimoniantes en ningún momento. Más allá de que esta decisión parezca obedecer a un dictado estético, o a que existe el obvio deseo de proteger la identidad de los entrevistados, y así evitarles posibles represalias por parte de los grupos criminales o incluso de instituciones como la policía y el ejército, se puede extrapolar un motivo -más bien una visión respecto de la violencia, una declaración frente a ella- que está en el centro del relato de La libertad del diablo. Me refiero al vínculo imposible de negar entre víctimas y victimarios, al hecho de que pertenecen a una misma comunidad -que no por haber sido maltratada y mancillada innumerables veces ha dejado de existir. No es que González afirme, como lo hace el Borges más radical, el del Tema del traidor y del héroe, por ejemplo, que unos y otros sean iguales, que víctimas y victimarios se identifiquen por sus acciones y, por lo mismo, sus papeles sean intercambiables, para nada. Si afirma su semejanza, al disponer para ellos de iguales prendas, al hacer su rostro anónimo, lo hace en el sentido que son, en primer lugar, compatriotas (la patria, otro cliché al que necesariamente tendré que referirme), mexicanos ambos, pertenecientes, en gran medida, a la misma clase social y, por sobre cualquier otra cosa, seres humanos  que pueden sufrir, humedecer con sus lágrimas la tela del pasamontañas color oliva que llevan puesto sobre los rostros, como lo hacen en varias ocasiones mientras se desarrolla la película. El gran drama que escenifica La libertad del diablo es, justamente, el del deterioro y pérdida de esos vínculos de solidaridad –los que nos unen y permiten así a las comunidades pervivir y fructificar a lo largo del tiempo. El sicario-que-es-semejante-a-la-víctima ha cortado los lazos que lo relacionan a la-comunidad-que-es México y, frente al otro que ya simplemente es una fuente de ingreso, no siente ninguna empatía ni compasión al realizar los crímenes (tal como los testimonios del documental dejan en evidencia). No se da cuenta que la destrucción del otro es, antes que nada y en última instancia, su propia inmolación, la que aparentemente queda pospuesta hasta que sea detenido o ajusticiado por miembros de otra banda, pero que se lleva a cabo ritualmente con cada acto homicida que cometa. Porque en este gesto, el de la muerte victoriosa -como en el cuadro de Brueghel-, no sólo vemos representado el triunfo de Capital (la reducción de la persona a mera mercancía, con un valor determinado en la industria del plagio, cuya tortura o muerte reditúa un beneficio X al sicario) sino que también se nos refiere el desmoronamiento de esa comunidad a la que tanto víctimas como victimarios pertenecen, ese país imaginario, hoy por hoy, llamado México. Y a propósito de eso, del derrumbe del sentimiento de solidaridad, de preocupación por el otro que está en la base de toda colectividad, que el documental de Everardo González señala por intermedio de las declaraciones de los sicarios, me acuerdo de las palabras de Jean Améry en Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia, donde refiriéndose a sus compatriotas alemanes, el ensayista nos dice: “A los alemanes, por el contrario, que en su aplastante mayoría no se sienten, o han dejado de sentirse, responsables de los actos al mismo tiempo más sombríos y más característicos del Tercer Reich, me gustaría narrarles algunos hechos que tal vez no les habían sido aún revelados. En definitiva, todavía aliento la esperanza de que este trabajo sirva a una buena causa: entonces podría concernir a todos aquellos que no renuncian a su condición de prójimos.” A esa condición de prójimos, que refiere una comunidad en este momento golpeada y dañada, pero aún viva, es a la que nos remite González con la potencia de sus imágenes y la fuerza abisal de sus testimonios.

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Codex México de Antoine D’Agata: la certeza de que esas fotografías donde se nos muestra la existencia cotidiana de drogadictos, alcohólicos, mendigos, prostitutas sobreviviendo en contextos arruinados, seres de todo tipo que viven en el margen y más allá, donde se nos exhiben escenas del crimen con los cuerpos escrupulosamente acomodados y pilas de cadáveres, donde se visibiliza la profundidad y peligro de la noche mexicana, encontramos una ventana hacia el corazón del México invisible, aquel dominado por la atávica miseria (nada ha cambiado; como decía Alejandro de Humboldt en su Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, redactadoa principios del siglo XIX a raíz de su visita al país, “México es el país de la desigualdad. Quizá en ninguna parte la hay más espantosa en la distribución de caudales, civilización, cultivo de la tierra y población”) y la violencia, por los enfrentamientos diarios de los que las televisoras se niegan a hablar, por una realidad supurante que no tiene nada que ver con la del México postal, limpio, plástico que vemos en los afiches de las paradas de camiones o del metrobús de Polanco o Santa Fe. El México del tonayan y del PVC, de la hediondez de las aguas negras y la putrefacción de los cuerpos, de la sangre secándose al sol o siendo diluida por la lluvia, de las fosas innumerables, el México de la todopoderosa miseria (“Mientras que en México hormiguean de 20 a 30,000 desdichados cuya mayoría pasa las noches a la intemperie y en el día se tienden al sol, desnudos y envueltos en una manta de franela”, dice de Humboldt), el México de los ritos y ordalías de la muerte es el que D’Agata ha ido retratando a lo largo de más de treinta años de trabajo en distintas tomas, que la exposición del Centro de la Imagen reúne por primera vez. Un paisaje con/en ruinas.

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Hay un tráiler que recorre las carreteras de Jalisco (un estado del centro-norte de México), como cientos de otros, pero que a diferencia de ellos no puede descargar la mercancía que transporta en ningún lugar.

A veces este tráiler se estaciona en un rincón apartado de un pueblo cualquiera, un descampado que lo invisibiliza por algunas horas, con suerte un par de días, antes que los vecinos de los alrededores se quejen por el hedor que se desprende de su carga. Cuando eso ocurre, y la autoridad lo solicita, el tráiler abandona el pueblo en un mutismo que sólo alimenta los murmullos y reclamos de los inquilinos cercanos para ir a estacionarse en el descampado de un pueblo próximo, quizás en el no man’s land de las zonas industriales de las que Jalisco está lleno. Pero sin importar cuáles sean las circunstancias el tráiler se mantiene circulando siempre.

¿Cuál es la carga que hace a este tráiler tan particular? Lo que el camión transporta son cuerpos que las morgues del estado no han sido capaces de recibir por encontrarse atestadas. Estos cuerpos forman gruesas paredes en el contenedor que, pese a mantener los restos de los fallecidos a temperaturas mínimas, no logra sustraerlos a la putrefacción, aquella que tanto escandaliza a los buenos vecinos.

Hay cadáveres, repite Néstor Perlongher, con una voz que quiero imaginarme entre sarcástica e indignada, en uno de sus poemas más famosos, aquel en que definía a la Argentina como un territorio devastado por la violencia, un Parque Lezama plagado de muertos.

Hay cadáveres, el tráiler está lleno de ellos.

Hay (cientos de) cadáveres.

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