La reja: arquitectura del miedo en la ciudad latinoamericana

Por: Alejandra Trejo Nieto*
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En el paisaje urbano de muchas ciudades latinoamericanas hay un elemento que se ha multiplicado con persistencia silenciosa y firme: la reja. Rejas altas coronadas con picos, con garigoleos, con alambre electrificado. Rejas a medida y ornamentadas o improvisadas con tubos, cadenas o viejas camas de hierro. Rejas que delimitan casas, calles, parques, edificios, escuelas. Rejas que hablan. Pero, ¿qué dicen estas rejas de nuestras ciudades? La respuesta es que la reja es un artefacto material que condensa una emoción muy potente: el miedo.
En los espacios urbanos de América Latina – desde galerías y centros comerciales hasta parques naturales, centros históricos y zonas turísticas dedicadas al ocio y la recreación – se manifiestan diversas formas de miedo. Muchas ciudades, barrios y colonias populares son transitados exclusivamente por sus propios habitantes, mientras que los visitantes externos los evitan. Incluso, en algunos casos, se han impuesto toques de queda. Las personas responden ante un entorno que perciben como amenazante, en un comportamiento que parece derivar más de percepciones subjetivas que de amenazas concretas. Según Peter Gould, este actuar se asemeja a un instinto de conservación.[i] Pero el miedo se ha convertido no sólo en una fuerza que moviliza rápidamente, también dificulta el encuentro con otros y erosiona los vínculos de afinidad. Los habitantes temen caminar por las calles, conversar o incluso sonreírle al vecino.
Mientras que el miedo se ha convertido en una forma de habitar la ciudad contemporánea latinoamericana,[ii] la reja es la traducción arquitectónica del miedo y de la desconfianza que genera; expresa el deseo de protegerse del otro.[iii] En barrios ricos se enrejan calles completas, se construyen bardas, se colocan casetas de vigilancia, se instalan plumas y se privatiza de facto el espacio público. Proliferan los fraccionamientos habitacionales cerrados de clases medias y altas. En muchos barrios y colonias, sobre todo de clase media, las rejas se han convertido en herramientas de organización vecinal. En nombre de la seguridad, se amurallan las calles. También se cercan y vigilan parques y plazas de la ciudad utilizando como pretexto la necesidad – avalada muchas veces por los vecinos – de seguridad, limpieza y mantenimiento. El espacio público se reduce, se vigila, se negocia. Pero esta práctica, que parece una solución inmediata y pragmática, tiene efectos más profundos y preocupantes: alimenta la fragmentación urbana y refuerza las prácticas de la ciudad excluyente.
La proliferación de los espacios enrejados no es solo una cuestión palpable de la inseguridad, sino también una de percepción social. En ciudades marcadas por la desigualdad, la violencia y la impunidad, la reja se convierte en una especie de membrana que separa “mi mundo” del “mundo amenazante” que hay allá afuera.
Mención aparte merece el señalamiento de Eduardo Galeano en relación con el tema del miedo como negocio de las multinacionales que se especializan en la vigilancia privada, circuitos cerrados de televisión, alarmas por monitores que controlan en pantalla a las personas y a la empresa entre otros tipos de avances tecnológicos en este campo.[iv]
En cualquier caso, una “ciudad reja” no es solo una ciudad con miedo, es una ciudad que desconfía de su propia cohesión y sus conexiones sociales. En lugar de invertir recursos en edificar la confianza, en comunidad y en espacio público de calidad, se invierte en cerraduras, muros y sistemas de vigilancia. Y lo paradójico es que, con frecuencia, esta arquitectura del miedo no garantiza plenamente la seguridad: simplemente desplaza el conflicto, oculta la violencia, encapsula la vida. Las rejas, entonces, no solo modifican el paisaje si no que transforman los modos de vida, las trayectorias cotidianas y las posibilidades de encuentro.
También se observa un fenómeno estético e ideológico en algunos sectores de la población, pues las rejas se embellecen, se integran al diseño arquitectónico, se normalizan. O bien se vuelven parte del ideal de “buena casa” o “zona segura”, alimentando la idea de que el encierro es deseable y que la apertura es ingenua o peligrosa. Así, la reja se convierte en un marcador de estatus y un código visual de pertenencia, no sólo de protección.
En contraparte, las rejas pueden ser leídas como testigos y síntomas de una ciudad que se defiende como puede, que intenta sobrevivir en medio de la desconfianza mutua. Es decir, generan importantes desventajas desde el punto de vista urbano, social y democrático. Las rejas interrumpen la circulación libre de peatones y vehículos y obstaculizan la conectividad entre barrios y servicios, lo que afecta la movilidad cotidiana. Calles, banquetas y parques –que deberían ser accesibles a todas y todos – se convierten de facto en espacios controlados por actores privados o vecinales. Así, se restringe el uso común bajo criterios selectivos y excluyentes. El cierre de espacios urbanos transmite un mensaje constante de amenaza, incluso en contextos donde el riesgo real es bajo. La reja rompe con el ideal de una ciudad abierta, inclusiva y plural. La ciudad deja de ser un punto de encuentro para convertirse en una trinchera residencial. Las rejas no son solo artefactos de exclusión; son expresiones de una negociación urbana entre lo posible y lo deseable, entre el miedo y la dignidad.
Los espacios urbanos enrejados tienden a socavar el carácter colectivo de la ciudad, alimentando dinámicas de exclusión y miedo. Aunque puedan brindar tranquilidad momentánea, no resuelven los problemas estructurales de seguridad, convivencia o desigualdad. En este sentido, nos invitan a una reflexión urgente: ¿queremos seguir construyendo ciudades donde el encuentro sea la excepción y el encierro la norma?
Tal vez el reto esté en imaginar artefactos urbanos que, en lugar de separarnos, nos inviten al cuidado colectivo. Arquitecturas de confianza que puedan disputar el lugar simbólico que hoy ocupan las rejas. Porque toda ciudad que se respete a sí misma no se construye a punta de miedo, sino de posibilidad compartida.
[i] https://dialnet.unirioja.es/servlet/libro?codigo=170162
[ii] https://ediciones.ucsh.cl/old/index.php/TSUCSH/article/view/262
[iii] https://revistas.uan.edu.co/index.php/nodo/article/view/98/79
[iv] https://docs.google.com/file/d/0BwvJu3Yt0e-4NGI0OTc5YzMtYWEzZS00NTlhLTlmMWUtNjhkODhjMWYzZDRh/edit?hl=en_US&pli=1&resourcekey=0-ZqGNCL4eGpG7OhlWDOyySw
*Profesora en el Centro de estudios demográficos, urbanos y ambientales El Colegio de México
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