Jusepe de Ribera en Paris

¿Fue precoz Jusepe de Ribera? A los dieciséis años firma su primer “apostolado”, serie de los doce apóstoles, hoy sólo recordados en Europa –me relata Eduardo Eguiarte– durante las fiestas de diciembre en Bruselas: un litro de cerveza por cada santo entre los universitarios.

Jusepe de Ribera en París

Por: David Noria

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            Bajo esta atmósfera, el Petit Palais recibe las obras del Españoleto, lo cual equivale a decir que, traspasado el umbral del museo, entramos al Mediodía intemporal de Italia y del barroco. Atrás dejamos la humedad; hemos llegado al reino de todos los incendios. “Esas ciudades del Sur –dice Thomas Mann– cuyo sol hace madurar al arte de manera tan lujuriosa; donde todo brota, borbotea y germina en la secreta ebriedad de la procreación” (Tonio Kröger, III). Roma y Nápoles del Setecientos: hay algo tan familiar en todo ello. Sin duda un espejismo de Ciudad de México y la Nueva España (cuya plata financió a Roma y sus artistas), de nuestro Miguel Cabrera y la Plaza Mayor, teoría de los sustratos…

            ¿Fue precoz Jusepe de Ribera? A los dieciséis años firma su primer “apostolado”, serie de los doce apóstoles, hoy sólo recordados en Europa –me relata Eduardo Eguiarte– durante las fiestas de diciembre en Bruselas: un litro de cerveza por cada santo entre los universitarios. Y así también Ribera –más vino que cerveza, Mediterráneo obliga–, brindó con su tropa por cada cuadro pergeñado. Allí aprendieron a libar sus silenos, descuajados bajo las barricas. No sólo precoz sino veloz, de su taller salía tela tras tela como debían entrar, uno tras otro, sus modelos: amigos de preferencia y, si “fotogénicos”, mejor.  

            ¡Qué cerca debían convivir unos de otros! Especie de comuna de bohemios, el círculo de Ribera le ofrece como obsequio último el don de sus fisonomías. Aquí, amigo, te regalo mis ojos, mis manos, los músculos contraídos de mi espalda; y más que eso: aquí está mi miedo, mi determinación, mi búsqueda, mi dignidad, mi miseria, haz de ellos un arquetipo, poco importa si has de renombrarme Andrés, Tomas, Platón, Magdalena. A sus cuarenta años, solicitado por el Virrey español de Nápoles, un Ribera laureado se refiere a sí mismo en latín como el mayor pintor del mundo. Velázquez, que estaba de paso, así lo creyó.  

            La pintura de Jusepe de Ribera nos convierte, en el acto, en los protagonistas de la Humanidad. Nuestra sonrisa se contorsiona en el rostro de Demócrito; las lágrimas de Heráclito saben a nuestra sal: Ribera opera una encarnación absoluta. Otros la llaman Historia de la salvación. Bien puede ser, habiendo sido su genio la ambigüedad. Como quiera, hay una penetración inaudita en el arte del Españoleto. Su exuberante celebración de la vida será tan profunda como su voluptuosidad por la muerte. No hay otra forma de llamar a esa atracción por lo espantoso, fachada preferida de lo sublime. Señaló en sí mismo el lindero de la necrofilia y de la pureza de lis con su San Antonio de Padua –el Niño bailando como sobre la yema de sus dedos–, o con aquel desollamiento de Marsias por el rubicundo Apolo, donde casi escuchamos la piel rasgarse de la carne viva. Frecuentador de verdugos, y de cuántos Cristos. Diríamos que para él el mal es la ignorancia, sin por ello dejar de ver en la sabiduría una fuente de dolor. El resto fue conquistar la corte y vestir sedas en las recepciones.

Los protestantes lo reivindicaron con razón; los católicos lo encumbraron también con razón; y hoy nuestro mundo, una vez más, rompe lanzas por “Jusepe de Ribera, español”, como firmaba. Los griegos lo hubieran amado. Llegó a ser académico de Roma, y ya vive en todos los tiempos.  

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