Independencia de izquierda

Por: Mercedes Rodríguez Abascal
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Mi mano izquierda amaneció francamente radical. Se negó a llevar el tiempo a cuestas. Se azotaba contra la pared para romper el instrumento de precisión. Siempre había sido extremista. Yo tenía prisa. Le encargué a la mano derecha la misión de cronometrarme la vida. Siendo está más moderada, aceptó ser la derechohabiente del reloj. No estaba de acuerdo con las ideas revolucionarias de su compañera.
En la oficina todo permaneció en orden hasta que entró un cliente. El día era caluroso, el hombre, con naturalidad, se quitó el saco dejando los brazos a la vista. Mi izquierdista empezó a saltar excitada. La derecha y yo tratamos de detenerla. Imposible. Cuando nos dimos cuenta estaba abrazada al antebrazo del incauto. Éste me miró desconcertado. Para salir del apuro le dije que el licenciado estaba libre y que podía pasar.
No fue el único siniestro del día. En el almuerzo, tomé una charola y me formé en la fila. La barra de comida era muy variada. Por lo general, comía sopa del día, guisado con poca grasa, ensalada, gelatina y café. Pero ese día a la mano necia, le dio por agarrar todo lo que estuviese a su alcance, malteadas, pasteles, quesadillas, chicharrón en salsa verde, tortillas, bolillos, fresas con crema… La gente me miraba. La charola era una montaña de alimento. Imposible discutir con la siniestra frente a tantas manos. Engullí todo. Para mi sorpresa, un bienestar invadió mi cuerpo. Por el lado izquierdo me entró una modorra incontrolable. Sentía una presión ultraderechista, misma que ignoré. No regresé a la oficina, fui a casa. Me quité la incómoda ropa. Recostada en un sillón miré televisión. La radical y yo vimos un documental del océano: cómo se nos antojó estar ahí. Proseguimos con una película de romance y sexo picante. La mano derecha, tensa, se acalambró; se puso caliente y luego fría. Hizo de todo por llamar nuestra atención. Al final las tres nos quedamos dormidas.
La alarma nos despertó. Con rapidez, la diestra tomó el control de la mañana. Hizo que me alistara. Se apoderó nuevamente del tiempo. Amarró a su contraparte con una mascada. No podía mover ni un dedo. Con mi falsa fractura me fui a trabajar. Una comezón invadió mis falanges torturadas. No las desaté. Esperé hasta terminar el turno laboral.
Desesperada, en mi casa, tomé unas tijeras, corté las amarras y liberé a mi amiga. Tenía pelos, forúnculos, las uñas estaban negras y curveadas. Es sabido que en diferencias de derechistas contra izquierdistas siempre acaba alguien torturado. Asustada llamé al doctor. Acudí de inmediato. Me revisó sin darme explicación alguna. La zurda aprovechó la situación coqueteando con las manos sagaces del doctor. Él, dejándose seducir por las ideas extremistas, dio la siguiente receta:
– Baños de mar por cinco días.
– Evitar amarres a la mano izquierda; en caso necesario, vendar la extremidad derecha.
Entre grandes apretones de dedos nos despedimos. Con la receta en mano y mi prima vacacional, fui a la agencia de viajes, escogí una playa para mi futuro destino. La diestra empezó con su perorata de derecho laboral y que ella exigía ir a Nueva York; le expliqué que, aunque estaba rodeado de mar, nosotros necesitábamos aguas cálidas de reposo. La izquierda quería ir a Cuba, luego entendió que el viaje era por razones médicas y no ideológicas. El presupuesto nos dio para un all inclusive a Puerto Escondido.
Una brisa cálida nos abrazó al bajar del avión. Mis manos estiraron los dedos; una sudaba y se quejaba del clima, la otra empezó a desprender pelo.
Desde la habitación vislumbramos la fluorescencia de las olas. Por insistencia de la enferma bajamos, no sin antes advertirle que de noche no podíamos entrar al océano, debía esperar hasta mañana. Sentada en la playa, mis uñas se hundieron en la arena. Las tres nos relajamos. Una jaiba se acercó insistente. El animal me cayó en gracia y dejé que jugara con mi amiga. El crustáceo empezó a acariciarla, las tenazas y los dedos se entrelazaron; los forúnculos desaparecieron. La conservadora se tapó las uñas para no ver semejante inmoralidad. Con violencia los separé, una cosa era tener una mano peluda y otra sufrir el embarazo de un engendro de mano y jaiba. Nos fuimos a descansar.
El sol estaba fuerte, el oleaje a veces era calmo, a veces intenso. Envidié a mis manos tan libres en el agua, desnudas nadaban, jugaban con los peces, chapoteaban con las olas, se enterraban en la arena. La mano izquierda sustituyó el pelo por algas, se le adhirieron conchas y caracolas. No dolía, al contrario, me compartía su candor. La diestra, por su parte, exigía bloqueador solar cada dos horas. Se nos fueron los días.
La encargada de llevar el tiempo hizo maletas, el check out del hotel; quería llegar cuatro horas antes al aeropuerto. Nos opusimos a dicha acción, era ultraconservadora. Exigíamos un último chapuzón.
Liberé a mis pies de las sandalias. Caminamos a la orilla del mar. Una ola envolvente nos arrastró. En un torbellino de espuma descubrí el fondo marino. La mano izquierda, sin dolor, se desprendió de mi brazo. Al nado como anémona fue a buscar a su jaiba. La mano derecha me jalaba para que saliese a flote. En sus inútiles intentos para salvarme, mutiló mi muñeca. Indignada, partió.
Me dejé seducir por la marea. La diestra, en traje sastre, tomó el avión y regresó a casa.