El conserje

Por: Mauricio Embry

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Cada vez que pasaba por Teatinos con Compañía, lo veía parado en la puerta de aquel edificio del cual emanaba un fuerte olor a polvo y humedad. Nunca nos dijimos nada. Solo movíamos la cabeza, haciendo una suerte de reverencia mutua y esbozábamos una media sonrisa. Era algo mecánico, como cerrar los ojos cuando alguien te sopla la cara, pero, sin quererlo, se volvió parte fundamental de mi rutina diaria.

Todas las mañanas despertaba, me bañaba, tomaba desayuno y, rumbo al trabajo, veía al hombre parado en la puerta del edificio. Reverencia, sonrisa y listo, continuaba mi camino hacia la oficina. Su ropa no cambiaba demasiado: usaba una camisa celeste y unos pantalones azul marino, aunque en ocasiones solía ponerse chaquetas grises; tenía una con manga y otra sin manga, dependiendo de la época del año. Mi ropa sí cambió a lo largo del tiempo. Los primeros años andaba siempre de terno negro y corbata roja. La corbata fue lo primero en desaparecer y, después de la pandemia, también dejé el terno y lo reemplacé por mis zapatillas Converse y una chaqueta de cuero. El pelo del hombre iba encaneciendo y se volvía cada vez más pajizo. El mío también fue adelgazando, dando lugar a unas entradas profundas y a una pequeña isla despoblada en la coronilla.

Me casé, me separé. Me volví a casar, me volví a separar. Cerraron el restorán italiano al que solía ir todos los viernes, la sastrería en la que arreglaba mi ropa se transformó en un café con piernas y la tienda en que compraba películas pasó a ser un sex shop. Gobernaron una presidenta y dos presidentes. Hubo un estallido social, una pandemia y más de veinte escándalos políticos. Pero, cada mañana, estaba aquel conserje bajo el dintel de la puerta, saludándome.

Muchas veces, cuando estaba triste, me paseaba por el edificio solo con el fin de sentir su reverencia rodeando mi cuerpo, algo que siempre me calmaba. No era necesario cruzar palabras. Es más, ni siquiera sabía su nombre. Pero el solo hecho de que él estuviera ahí mientras el resto de la ciudad iba desapareciendo, mutando, destruyéndose, era un faro de luz entre una niebla espesa que amenazaba con tragarme.

Aquel invierno en el que mi hermano cayó enfermo, crucé todos los días por el edificio. La reverencia del conserje me daba ánimos para acompañarlo al hospital; había sufrido un accidente vascular repentino, dejándolo con graves secuelas. No era capaz de articular palabras y solo emitía un sonido gutural como si se estuviera enjuagando con Listerine. Tampoco era capaz de controlar sus esfínteres y tuve que aprender a mudarlo. Al principio, me costó mucho; era torpe por naturaleza y nunca me había visto en la necesidad de cambiar pañales, ya que ni siquiera tenía hijos. Pero lo peor era la expresión de su rostro durante la enfermedad, con esos párpados caídos, el ceño fruncido y los dientes tan apretados que incluso me pareció escucharlos rechinar un par de veces. Por eso, ver que el conserje seguía parado bajo el dintel de la puerta del edificio de Teatinos con Compañía, tal y como estaba cuando mi hermano aún podía hablar y cagar con normalidad, era un consuelo similar al que uno siente al abrazar un peluche de infancia. Cuando mi hermano murió, pasé varias veces en el mismo día por el edificio. En cada ocasión nos saludamos con la reverencia de costumbre.

En una oportunidad, me despidieron del trabajo y estuve siete meses viviendo de los pocos ahorros que me quedaban. Comía solo una vez al día algo contundente: arroz con atún, arroz con porotos negros o arroz con aceite vegetal (cuando no tenía nada más con qué acompañarlo). El resto del tiempo, me lo pasaba en la calle esperando una excusa para cruzar frente al edificio y saludar al conserje. Era lo único con lo que me sentía humano.

Cuando al fin encontré trabajo y me di cuenta de que el lugar donde me desempeñaría estaba demasiado lejos del edificio, no me quedó otra que rechazar la oferta. Tuve que pasar cinco meses más comiendo arroz hasta que conseguí un trabajo que me permitía hacer el mismo recorrido de antaño y seguir sintiendo en mi rostro la tan anhelada reverencia.

Un día, discutí con mi novia de entonces y salí de nuestro departamento enojado. Necesitaba caminar, fumar un par de puchos y tomarme una cerveza. Caminé directo por Teatinos hasta Compañía sin pensarlo demasiado; los pies fluían como ríos sabiendo dónde desembocar. Miré bajo el dintel de la puerta, pero el hombre no estaba. Era algo extraño; aún no había terminado su horario laboral. No podía equivocarme. Entraba a las nueve y no se iba nunca antes de las seis de la tarde. Miré el reloj y eran apenas las cinco. Mi corazón se aceleró, pero intenté quitarle importancia; el hombre podía haber ido al baño o a comprar algo para comer, así que me metí a esperarlo en un restorán chino, frente al edificio. Pedí unas cervezas de litro y estuve vigilando por la ventana a ver si volvía a aparecer aquel hombre que tanto necesitaba ver para calmarme, pero nunca llegó. No tuve más remedio que volver a casa y reconciliarme con mi novia.

A la mañana siguiente, caminé más rápido que de costumbre. Eran más de las nueve, así que ya debía haber llegado. El último tramo, desde Catedral a Compañía, lo corrí, esperanzado, pero no había rastros de su camisa celeste ni de sus pantalones azules. Incluso el edificio parecía haber perdido su olor característico. Regresé todos los días, varias veces y en distintos horarios, pero fue en vano; no volví a ver al conserje parado bajo el dintel de la puerta.

A las pocas semanas, un colorín con bigote ocupó su lugar. Lo detesté en el acto, sobre todo cuando, en un inútil intento por continuar la tradición, le hice una reverencia. Él me respondió de la misma forma, pero se notaba que era un novato; su reverencia era corta, casi un tic nervioso, y hecho de mala gana, como si más que saludarme, me estuviera desafiando a una pelea. Además, en ningún momento movió las cejas, ¡con lo importante que resulta elevarlas al saludar! No pude evitar compararlo con mi conserje y su capacidad innata de saludar como corresponde: moviendo la cabeza los centímetros justos para ser respetuoso, pero no sumiso; elevando las cejas de forma precisa y natural; y esbozando esa sonrisa afable que, estaba seguro, solo reservaba para mí. Desde ese día, procuré irme al trabajo por Amunátegui en lugar de Teatinos.

Una noche, soñé con el conserje. Solo podía ver su camisa celeste y su pantalón azul, porque su cara aparecía deformada, como si se tratara de un televisor mal sintonizado. El edificio era un manicomio y, alrededor del conserje, un loco con un cuchillo se abalanzaba contra él. Yo veía todo desde arriba, como si mis ojos fueran una cámara que grababa la escena sin poder intervenir. Desperté en el momento justo en el que el loco lo apuñalaba en las tripas y empezaba a salirle un líquido negro, parecido al petróleo, que escurría por el suelo.

Tal vez a raíz del sueño, tal vez solo por curiosidad, pasé nuevamente por el edificio. El colorín fumaba un cigarro y ni siquiera me prestó atención. Quería preguntarle por el conserje, mi conserje, pero ni siquiera conocía su nombre. Me senté al lado del edificio con un libro e hice como que leía. En mi mente, me había imaginado una gran cantidad de escenarios para explicar lo que había pasado, desde los más realistas a otros, decididamente, sobrenaturales.

“He sido el único conserje durante veinte años en este edificio, amigo. Antes de mí, había un señor canoso, pero falleció mucho antes de que yo empezara a trabajar acá”. Al imaginar esa respuesta, sentí los latidos incesantes del corazón en mis sienes e imaginé el rostro colorado y regordete del conserje, ahora lívido, con docenas de gusanos recorriéndole la cuenca de los ojos y una carcajada maligna burlándose de mí. Pronto, la imagen se desvaneció para dar lugar a otra en la que el colorín me contaba que nunca había existido el conserje anterior y que todo había sido producto de mi imaginación y, una última, todavía más perturbadora, en la que descubría que habían asesinado al conserje y, luego de mucho investigar, encontraba, debajo de mi cama, un revólver ensangrentado que tenía marcadas mis huellas digitales. Todas las imágenes me parecieron giros absurdos propios de un mal cuento, novela o película de suspenso, pero que, dado lo asiduo que era a consumir ese tipo de productos, no podía evitar que se revolvieran dentro de mi cabeza. Me alejé de ahí lo más rápido que pude.

Regresé unos días después, pero el colorín ya no estaba. En su lugar, había un gordo de lentes, que, una semana después, dio paso a un turnio con mohicano y, luego, a un bajito con gorro de beisbolista. Todos estos cambios en menos de dos meses. Ninguno hacía ninguna reverencia. Solo miraban sus celulares esperando que llegara la hora para regresar a casa.

Transcurrieron un par de años en los que no volví a pasar por el edificio, pero, una mañana, sin darme cuenta, seguí de largo por Teatinos en lugar de doblar por Catedral y me topé con una sorpresa; debajo del dintel de la puerta, estaba nuevamente su cabeza canosa esbozando esa sonrisa que tantas veces alivió mis pesares. Lo miré directo a los ojos y le hice una reverencia. Él me examinó por varios segundos, extrañado. Me saqué los lentes oscuros y volví a hacer la reverencia. Su sonrisa se desvaneció, sus ojos continuaron entrecerrados y en ellos descubrí una mirada vacía que no se diferenciaba en nada de la que habría recibido de un total desconocido. Insistí una última vez, pero el hombre miró hacia un lado, ignorándome. Me quedé en medio de la calle sin poder moverme. Sus ojos no volvieron a detenerse en mí. Una brisa helada se metió por debajo de mi chaqueta, helándome el sudor de la espalda. Me preparaba para irme, resignado, cuando vi que el conserje hizo una reverencia. No me miraba a mí, sino a una joven que pasó a su lado y que también le respondió de la misma manera.

Sentí aquella molestia que la gente suele llamar “nudo en la garganta”, pero que, para mí, es más parecido a cuando empiezas a tener los síntomas de un resfrío; parte como un pequeño dolor, casi imperceptible, en las amígdalas, que va a aumentando cada vez más, invadiendo tus fosas nasales, y estalla en un torbellino de lágrimas, moco y baba. Lo peor es aguantarlo, porque luego el estallido es mil veces más profundo, pero, delante del conserje, no tenía alternativa. Corrí lo más rápido que pude sin detenerme. En lugar de irme al trabajo, me metí a la estación Moneda y tomé el metro en dirección a San Pablo.

La gente a mi alrededor se había transformado en un mar de rostros inexpresivos, más parecidos a maniquís que a algo vivo, que chocaban contra mí. Quise salirme del vagón, pero la multitud no me dejó avanzar. Cuando nos detuvimos en la siguiente parada, descubrí en el vidrio de la ventana a un viejo calvo y arrugado que me miraba confundido. Solo me di cuenta de quién se trataba cuando me toqué la cabeza y el hombre imitó el gesto. Comprendí de inmediato la mirada vacía del conserje; la niebla había terminado por tragarme. El pitido del cierre de puertas se extendió más de lo normal hasta que, por fin, continuamos la marcha.

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