La Edad Media daba para todo, incluso transformar magia en superstición y símbolos en amuletos. Así, puede argumentarse que el famoso santo grial del rey Arturo y que supuestamente buscaban los caballeros de las cruzadas, era originalmente un caldero mágico (una especie de caja de Pandora, que en realidad era un cuenco o vasija.

El caldero y el miedo

Por: Fernando Clavijo M

Pocos objetos tienen tantos usos y significados como la olla. Utensilio, fuente de valor o ingreso, símbolo de mitos y fábulas. La de barro es del Neotlítico y por su procedencia tiene asociaciones con la tierra como madre, el subsuelo y por ende el inframundo[1]. En esta ocasión, sin embargo, quiero referirme a la olla metálica, sea de bronce, hierro o aleaciones posteriores. Sirva como introducción mencionar que sus ejemplos más antiguos provienen del Cáucaso y que datan de más de 5,000 años —la Edad de Bronce—, o el famoso caldero de Battersea (Londres) de casi 3,000 años. Este es un ejemplar hermoso por su gran tamaño y por estar formado de siete placas, corrugado y con manijas (ver foto[2]). Los calderos se relacionan con prácticas religiosas, medicina, preparación de alimentos y celebraciones comunitarias. Más aun, cuando un grupo tenía solo una gran olla, esta no estaba en manos privadas sino comunitarias, y se utilizaba para fines tan distintos como derretir brea para reparar una embarcación, teñir o lavar ropa, cocinar y fermentar bebidas.

La olla medieval comunitaria se usaba para hervir varias cosas a la vez. Es probable que en su base tuviera carnes de larga cocción, como tocino; en el centro pastas de grano; más arriba aun recipientes de barro con los ingredientes de un guiso. Así que una sola olla no significaba un solo platillo. La Edad Media daba para todo, incluso transformar magia en superstición y símbolos en amuletos. Así, puede argumentarse que el famoso santo grial del rey Arturo y que supuestamente buscaban los caballeros de las cruzadas, era originalmente un caldero mágico (una especie de caja de Pandora, que en realidad era un cuenco o vasija). La mitología celta parece estar llena de referencias al calor y la olla, y su influencia se extiende al pueblo español: la apreciamos en la carne y pulpo al caldeiro (por cierto, para probar ambos una buena idea es la cafetería del Hospital Español).

En otros lugares, como en China, el ding significaba del centro del poder político, equivalente a una corona. En otro ejemplo más cercano, el Caribe, la creencia africana de palo mayombe requiere un recipiente llamado nganga, en los cuales se queman todo tipo de ingredientes —huesos, sangre, ron— para convocar espíritus. En este tipo de prácticas, invariablemente se cuestiona el papel femenino. Como todo aquello que tiene la fortuna de ser poderoso y femenino, ha sido asociado a la brujería. No hace falta ir a Salem, podemos encontrar un lugar común en nada menos que Macbeth, donde Shakespeare muestra a tres brujas —la personificación del miedo masculino ante el poder creativo de la mujer— cantando lo siguiente:

“Round about the cauldron go;

In the poison’d entrails throw.

Toad, that under cold stone

Days and nights has thirty-one

Swelter’d venom sleeping got,

Boil thou first i’ in the charmed pot.

Double, double toil and trouble;

Fire burn, and cauldron bubble!”

A la vez que le ponen todo tipo de ingredientes misteriosos a la preparación.

La literatura insiste, sin embargo, en otra particularidad del caldero: su símbolo de la avaricia y la forma en la que ésta arruina la vida de quien la sufre. En Aulularia o La marmita, una obra de alrededor del 190 antes de Cristo escrita por el autor latino Titus Maccius Plautus, mejor conocido como Plauto a secas, se lee el siguiente resumen:

“Senex avarus vix sibi credens Euclio
domi suae defossam multis cum opibus aulam invenit, rursumque penitus conditam exanguis amens servat.“

Que puede traducirse como: Un viejo avaro, Euclión, que no se fía ni de sí mismo, encuentra enterrada en su casa una olla con un tesoro, y después de volverla a enterrar otra vez bien hondo, pierde la cabeza a fuerza de miedo y no se dedica más que a vigilarla.

Es cómico porque es verdad: el que guarda tan bien su dinero es incapaz de volver a encontrarlo, si no literalmente, al menos metafóricamente. Es decir, es incapaz de disfrutarlo. El miedo a que le roben el dinero, o el miedo a perderlo, incluso a gastarlo, carcome su vida. La avaricia es, a fin de cuentas, un miedo profundo a la vida. En gastar y volver a generar riqueza hay un movimiento, un riesgo y reciclaje que asemejan a la vida; en rehusarse a gastar, el avaro se aísla, se inmoviliza y se auto reprime.

En la comedia Dulcitus, escrita por Hroswitha de Gandersheim —canonesa y escritora de Bavaria—, en algún momento del siglo 10, también tenemos una presentación de calderos, aunque mostrados estos de una forma más cómica. Así pues, el argumentum reza:

“sed mox ut intrāvit, mente captus ōllās et sartginēs prō virginibus amplectendō ōsculābātur, dōnec facies et vestēs horribilī nigrēdine inficēbantur.”

Es decir, en su locura lasciva, al personaje “se le va la olla” y confunde a las señoritas con las ollas y sartenes, y los abraza y besa hasta quedar negro de hollín y cochambre. Hablamos aquí de una fábula parecida a la del Gran Inquisidor, en donde un clérigo intenta convertir o persuadir a alguien con una distinta fe. No solo sin lograrlo, por supuesto, sino quedando expuesto y en ridículo. Debe recordarse que en aquella época la negritud era símbolo o señal de pobreza de espíritu y de todo lo malo. Así de maniquea era la moral, pero por suerte de eso ha pasado más de un milenio. El caso es que Dulcitus, en su conflicto entre deseo y temor de las mujeres, se anula a sí mismo.

Seguramente la obra más conocida con estos temas sea El avaro de Moliere, la que nos impusieron en la secundaria. En esta obra de cinco actos, de 1668, se describe la avaricia de Harpagón y los problemas que esta acarrea a él y a su allegados. El argumento es similar al de Plauto, encuentra un tesoro escondido y se desvive por protegerlo. Nomás que en vez de una olla este viene en un cofre.

Si algo recalca esta obra es la mezquindad de Harpagón. Ser avaro es rehusarse a vivir. Porque lo contrario de ser avaro no es negarse a gastar, sino negarse a gastar en la vida. Por ello, meter dinero al banco no es vivir, sino ponerle “tiempo aire” al yo del futuro, un ser que no existe (aun si, narcicísticamente, se personifica en la progenie). Algunas cosas que parecen buenas en realidad no lo son: tanto privarse de los placeres mundanos (lo que han procurado monjes de todo tipo), como ahogarse en, digamos, el alcohol, son maneras de renunciar a la vida. De hecho, podrían considerarse suicidios rituales, y como escapes del sufrimiento no son otra cosa que la expresión y respuesta al miedo.

El caldero de oro de ETA Hoffman, romántico alemán, es una obra infinitamente más imaginativa que la de Moliere. Para mi gusto, es la más hermosa de las que tratan este tema, por ser fantástica y por su énfasis en el amor —que es lo contrario del miedo—. Escrita en las primeras décadas del 1800, hace un recuento quimérico del despertar al amor del joven Anselmo. Vale la pena notar que Anselmo es también el nombre del anciano adinerado que Harpagón quiere como esposo para su hija, con lo cual la relación entre ambas obras es más que explícita. Aunque la codicia sigue siendo un tema central, de la hermosa obra de Hoffman resalta más la posibilidad de la vida, como contraste y contraparte.

Mi exhortación es no a dejar de ahorrar, sino a atreverse a vivir. El miedo nos paraliza, y sin movimiento, sin cambio o variedad, no hay gusto en nada. Mucho menos en la cocina, donde probar es gozar. Pienso en las innumerables variaciones que la cocina española posmoderna ha hecho en torno a sus platillos más iónicos: la fabada, el torrezno, o los arroces. Me llama la atención que se haga tanto esfuerzo en “innovar” sin salirse de los platillos más convencionales…se parece más al turismo que al viaje, lo que me trae inevitablemente de vuelta al tema del miedo.

Ollas y sartenes, los lugares en donde los duendecillos de los cuentos ingleses esconden invariablemente su riqueza, son hoy en día para nosotros poco más que utensilios domésticos. Sin duda esto responde a la secularización del mundo, incluso de la cocina. Nuestra nueva magia se llama tecnología, y ahora sabemos que una buena olla debe conservar y transmitir calor, pero para efectos prácticos no es buena idea que la comida se adhiera a su superficie. Lo primero que viene a la mente es el teflón, pero hay que recordar que este no soporta temperaturas extremas, de modo que es mejor utilizar el esmalte. Para conservar calor, nada mejor que la cerámica; para transmitirlo, el hierro. No quiero decir nombres ni hacer anuncio de las ollas que contienen estos tres elementos, pero puedo decirles que suelen ser anaranjadas y muy pesadas. También que son caras y duraderas, por lo que es fácil confundirlas como un modo de acumulación de riqueza, así que cuidado.


[1] “La vasija de Lepenski, una pieza de barro de unos 6,850 años de antigüedad encontrada en Serbia, y en cuya superficie hay una mano en relieve, es la representación de un vientre.” https://estepais.com/cultura/taberna-histeria/

[2] https://www.britishmuseum.org/collection/object/H_1861-0309-1

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