Dos de…
Por: Maria Del Valle
Compartir este texto
Siempre hay algún pretexto para escribir y hay quien piensa que por lo general terminamos escribiendo sobre lo mismo. Es decir, uno puede tener una historia que contar, algo que reseñar o sobre lo cual emitir una opinión, pero los temas que elegimos oscilan en una frecuencia única, en una amplitud de onda determinada. Nos parafraseamos a nosotros mismos constantemente porque hay intereses que nos acompañan a lo largo de la vida, no se puede luchar contra nuestra propia esencia. Lo intentamos muchas veces porque los seres humanos nos tropezamos, no sólo dos veces con la misma piedra, lo hacemos muchas más; pero al final resulta agotador y es que emprender una batalla contra uno mismo… es absurdo. Pero, a pesar de saberlo, terminamos día a día como dicen en Cuba: “En combate”.
Y en esta lucha cotidiana, en este combate interminable, además de tener intereses que nos arropan a lo largo de la vida, hay un sinfín de pertenencias y objetos con los cuales elegimos transitar acompañados durante nuestra existencia como una segunda piel, como nuestra propia sombra; objetos que tampoco nos dejan escaparnos de ser quien somos, que pareciera que nos definen y nos delimitan.
Hace poco decidí que lo único que leería durante una temporada serían libros escritos por autoras. Quien me orilló sin saberlo a tomar esa decisión fue mi mamá que, por cierto, cada vez que yo le endilgaba alguna culpa, decía: “¿Qué tú no sabes que mi verdadero nombre es Pandora y cuando abro la caja aparecen todos los males del mundo?”. Ya se sabe que las madres, hagamos lo que hagamos, generalmente terminaremos siendo las culpables de muchas de las situaciones que se revelan en los divanes de la Tierra, y no es grave, más bien entenderlo da una gran tranquilidad porque entonces uno puede hacer lo que sea… de todas maneras seremos las culpables. En mi caso la culpabilidad que mi mamá, de haberlo sabido, habría asumido estoicamente no iba más allá de este lugar común y la circunstancia se detonó cuando me di cuenta de todos los libros escritos por mujeres que me había heredado.
Busqué en el diccionario la palabra linaje.
Había terminado de leer a Esther Charabati, autora a la que me aproximé en la vida yo sola, de esto no tiene la culpa mi mamá, pero sin duda le habría gustado tenerla porque leer a Esther es un absoluto deleite, y retomaba la lectura de las “Memorias de España 1937” de Elena Garro. En mi casa antes de hacerme acreedora de esta fortuna heredada había pocos libros escritos por mujeres si acaso algunas coautoras en algunas novelas policiacas, pero me di cuenta que no había paridad. Por lo visto una vez más la paridad la tenemos que impulsar las mujeres y leernos es un primer paso. Regalar autoras es un segundo paso. Seguir escribiendo es un tercero.
Los libreros que heredé de mi mamá ahora enmarcan una puerta en el hall de mi casa como dos colosos de Rodas y parecería que el lugar que ocupan es el que les correspondía desde antes de que yo lo hubiera siquiera planeado. Son un par de obeliscos, dos columnas que de un día para otro se convirtieron de manera natural en el sostén de mi morada, apuntalan mi refugio como los dinteles de una antigua muralla y construyen una simetría en el espacio con el mismo compromiso y entrega que tienen los soldados ingleses afuera del palacio de Buckingham. Terminaron en mi casa porque nadie más los quería y yo necesitaba acomodar todos los libros que tampoco le interesaban a nadie y que ya antes había trasladado en cajas de una casa a otra.
La primera interrogante que resolver: ¿cómo se acomodan los libros en tu biblioteca?, ¿por tamaño?, ¿país?, ¿apego?, ¿antigüedad?, ¿dependiendo de la editorial?, ¿en orden alfabético? Comencé a llenar los entrepaños tomando en cuenta esta última opción. Lo hice antes de tomar la decisión de leer únicamente autoras el resto del año. Sin embargo, he reconsiderado destinar uno de los libreros únicamente para ELLAS y sí, acomodar alfabéticamente a Austen, Beauvoir, Del Valle, Duras, Garro, Gavalda, Hustvedt, Lagerlöf, Molina, Morrison, Murguía, Nin, Peña, Santibáñez, Sefchovich, Tagüeña, Woolf, Yourcenar, o a la misma Nancy Friday… ¿Por qué no? si, al fin y al cabo, ahora que lo pienso, se me adelantó varias décadas cuando a ella se le ocurrió el título de algo que desde luego que me gustaría haber escrito “Mi madre, yo misma”. Tengo una edición morada (¿de que otro color podría ser?) fue de los primeros libros que me traje de casa de mi mamá, estuvo en estos mismos libreros acomodado desde mi infancia y el título siempre me impresionó. Ahora le haré los honores de desempolvarlo y me sentaré a disfrutar de esta lectura con una taza de té negro con leche no sin antes volver a releer el significado de la palabra linaje.
Te recomendamos: