Despropósito 2

Por: Julio César Toledo
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Se acerca el día mundial del libro, y me puse a pensar: el mundo no necesita (lo digo categóricamente) ni más editores, ni más libros que editar. Hacer libros; escribirlos, publicarlos, ilustrarlos… es un despropósito. Pero hay quienes hemos nacido para el fracaso, con todo lo que eso representa en una sociedad como la nuestra, y nos obstinamos en lo improbable y lo innecesario. En una situación tan crítica como la de nuestro mundo, donde la realidad (tirana) se impone pese a todo y exige como madrastra de cuento que uno haga cosas productivas, trabaje, triunfe; dedicarse al oficio de las palabras (a saber, la literatura) es a todas luces una tendencia al fracaso. O una decisión de fracasar, que para fines prácticos es lo mismo.
Ningún padre en su sano juicio querrá de ninguna forma que sus críos se inclinen por tal vocación: se gana poco, se tiene poco reconocimiento social, nula movilidad, además de que la mayoría que a ello se dedican visten casi siempre unas fachas inaguantables. Dicen que Alí Chumacero alguna vez le preguntó a Octavio Paz alguna vez le pregunto “¿No será que nos dedicamos a la literatura para justificar nuestra holgazanería?”
Yo creo que sí. Hay que tener una tendencia a la fiaca para dedicarse a esto. Hay que abatir con cuerpo y cabeza las ideas modernas de que le trabajo (físico sobre todo, con horarios, en instituciones) ennoblece al hombre. Para hacer libros (ya sea escribirlos, ya sea editarlos) hay que abrazar como religión el tiempo libre. Dedicar con descaro y empeño horas enteras de su día; ¡de su semana! A estar tumbado en el sillón observando el húmedo tirol del techo de su casa. Es en el seno de esa supuesta parálisis que al editor se le van ocurriendo cosas: discursos que sostener, líneas estéticas que defender, portadas por diseñar. Es en los brazos de la madre de todos los vicios que la literatura puede engendrarse como una empresa inservible y destinada al fracaso en una sociedad como la nuestra. Porque la realidad no da cabida a la ficción ni a nada que se le parezca; porque la realidad (tan falsa como es últimamente) ha llegado al primer puesto de popularidad bajo premisas engañosas (qué curioso) que debe sostener a toda costa. Y los pobrecitos de nosotros nos tragamos su hegemonía sin espacio para el cuestionamiento; sin tiempo para él. Por eso el huevón es una especie de héroe. Por eso el editor (y el escritor también, qué carambas) es un huevón productivo. Hacemos libros porque nos sobra tiempo. Porque si hacemos libros, si nos tomamos el tiempo de hacerlos, sin prisa ni pretensión que culmine en éxito, no tendremos que trabajar nunca, y ese es nuestro credo.
Y el trabajo es una mierda. El peor invento que la civilización ha hecho es el trabajo, es la prueba más fehaciente del fracaso del mundo en manos de los humanos. Pudimos haber hecho cualquier cosa, teníamos el planeta para nosotros, habíamos triunfado por sobre todas las especies (al menos esa idea nos han vendido los historiadores) ¿y qué hicimos? Lo jodimos: inventamos el trabajo.
Es verdad que el fracaso es una posición política, eso quiero creer. Que es un pensamiento subversivo que los hombres de hoy pretenderán erradicar a toda costa. Les incomoda que todavía haya por ahí gente sin quehacer, revoltosos mal vestidos que pretenden escribir y editar literatura. Para qué, se preguntan con angustia. Para nada y justamente por eso, les respondemos despreocupados desde nuestros mullidos poltrones.
Convencidos de ello, andamos por el mundo sin más preocupación que los centavos para completar renta y verduras (condición no tan distinta de la de aquellos que se afanan en el éxito que la realidad les prometió). Sabemos en el fondo que mejor sería callar, no decir nada; que la tiranía de la verdad tiene como instrumento primario el silencio, y que a veces la elocuencia está también ahí, en la ausencia del sentido. Pero nos empeñamos, absurdamente también, porque, hay que decirlo, somos hombres y necios. Por eso hacemos libros, porque vale la pena, todavía, llevarle la contraria al mundo y a nosotros mismos. En ese mismo tenor, el libro es un instrumento del desacato. Un objeto absurdo, producto de un lujo (lo dije ya) innecesario; que no proveerá al lector de nada más que un placer ocioso y una desesperación por buscar horas sin provecho para poderle hincar el ojo a sus líneas. Artefacto de la ociosidad y la holgazanería es un libro. Por eso, lo digo de última vez, hacemos libros, para desanudar los lazos de lo protocolario y políticamente correcto, para no llamarle a las cosas por su nombre, para no ceder (no tan pronto al menos) nuestra vida al cauce de la edad domesticada.
El mundo no necesita más libros, por ende, no precisa ni de quien los escriba, ni de quien los publique, y menos aún de quien los lea; nuestro mundo no está hecho para eso y de haberlos, serán un estrobo para el progresista pensamiento de que hay que tener y hacer sobre cualquier cosa. Por eso el oficio de palabras es una necedad de flojos, mala fachas e inmaduros sujetos que se empeñan en hacerle la guerra a la realidad.
Como un último acto de resistencia ante la vida, hagamos libros, buscando la promesa (secreto a voces) de que también seguiremos leyendo.
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