D.R.C ó tráeme un llavero del Juicio Final

Por: Irene González

D.R.C ó tráeme un llavero del Juicio Final

Porque una palabra tuya bastará para sanar” …

Pero no bastó. Ni una, ni cien, ni la última palabra del último religioso en la tierra. No le arrancaron el demonio a la criatura, pero sí le arrancaron el nombre al demonio.

— ¡Betsabé! — retorció los miembros en ángulos imposibles — ¡Mi nombre es Betsabé!

Las vértebras crujieron y alguna perforó ligeramente su piel fresca. Acarició la herida con una lengua aterciopelada en baba, viscosidades aterrizaron sobre las sábanas con impresiones de la Virgen de Guadalupe, elegida por la madre de la niña endemoniada en un intento por arrancarla de las garras del chamuco. 

—  Betsabé no es el nombre de ningún demonio —. El padre no era un exorcista, pero estaba seguro de eso. Había, sin embargo, olvidado los detalles de la Biblia hace tiempo.

Nadie podría culparlo: caminaba por las sobras del fin del mundo. En un auténtico despliegue de fortaleza, delirio o ambas, realizaba malos exorcismos a diestra y siniestra, inventándose un propósito noble a sí mismo mientras la puerta trasera al infierno se mecía con el viento. Ya ni había para qué cerrarla. 

— ¿Qué importa si no es el nombre de un demonio? — balbuceó el ser — A estas alturas del partido, ¿no somos ya demonios todos de cualquier forma? 

Vio, entretenido, que el sacerdote no recordaba la identidad de la mujer. Se acomodó en la cama; los espectros por esos días no se andaban con mucha prisa. 

— Betsabé, adúltera, casi provoca el asesinato de su marido a manos del amante. Oh, espera. David, el “amante” – señalizó las comillas al aire- ¿no era un rey que ordenó que le trajesen a la mujer para violarla, tras espiar mientras ella se bañaba? La preñó y luego trató de matar al esposo. Dios le perdonó, ¿no es así? A Betsabé… no tanto. Tú te comiste el cadáver de tu hermana después de la primera hambruna. Sí, ya no lo iba a usar y tú desfallecías, pero aun así… Te anda faltando ser un rey elegido para ganar el perdón eterno. Todos somos monstruos. 

Otros pocos sacerdotes, muy parecidos al noble delirante, fueron y vinieron. Religiosos, brujas, chamanes, llegaron, acamparon, lo intentaron. Ésos eran menos nobleza, más conocimiento de las provisiones que conservaba la madre y su refugio bien atrincherado: moneda de cambio para exorcismos y rituales. 

Mamá también se fue, aferrada a la cobijita de la Guadalupana porque a la niña poseída igual ni le había servido; su última esperanza de encontrar salvación, ahora para sí misma, perdón por no lograr proteger a la cría. Una patada de ahogado, como quien dice. Y de ahogarse acabó, efectivamente, exenta, nomás porque la Madre es más benévola que el Padre. Nomás porque entre madres se entienden. 

Luego nadie vino. Después de eso, tampoco vino nadie y Betsabé mejor se fue a vagar por la tierra de la Era Después del Regreso de Cristo (D.R.C), aburrida porque hasta el Apocalipsis puede volverse anti climático.  

Quedaba una persona allí cerca. Eso sorprendió al demonio. Se llamaba Martha. Betsabé la encontró donde siempre había estado, donde siempre estaría: olvidada en su casa. Hasta el fin del mundo le había dejado allí solita. Ni los muertos vivientes, ni su familia moribunda, resucitada y vuelta a morir por indigna, se habían molestado en ir a ver qué se le ofrecía. Alguno que otro Santito se llegó a aparecer, más por error que otra cosa, pero como la demencia le hizo olvidar a cuál de todos era devota, ninguno quiso reclamarla. 

Y ahí andaba Martha, abrazada a sus perros tiesos. A la colcha donde se le murieron, uno por uno. A la pata que se quebró alguno, saltando de la cama, viejo como ella. Intactos a pesar del hambre. Envueltos cuidadosamente, con todo y la peste y el frío y los sweateres que no recordaba que seguían en la lavadora desde la última vez que tuvo electricidad. Y los pericos australianos tenían “tumba” en sus jaulas, el pedacito de periódico que atinó a ponerles encima. E, irónicamente, en el cielo un montoncito de perros trotaba en parcelas verdes, después de haber conocido el amor en su casa, mientras a su alma ni el creador ni el destructor la miraban.

Betsabé sí que le miró, hambreada de hambre de demonios. Y Martha se alegró mucho de verle, a la niña aparecida en la puerta de su cuarto. ¿Sería aquella sobrina a la que ayudó a criar, haciéndole la visita ya más grandecita? O la hermana de ésta que se fue al extranjero a estudiar. Todavía vienen, pero muy de vez en cuando. Le traen imanes de los lugares que visitan, para sentir que se acordaron de ella. 

Martha pierde el dinero y los sweateres. Imanes y llaveros los tiene todos. 

—  Mi niña, ¿cómo has estado? Yo estoy muy triste, es que se me acaba de morir la Wendy, pobrecita — apunta al perro maltés o French Poodle, o algo entre esas dos razas. Un cuerpo que no se murió anoche. Tampoco antier o el día antes de ése. La descomposición es un detalle que ningún cobertor oculta, con o sin Virgen de Guadalupe impresa en la tela. 

La vieja tuvo a lo largo de los años sus pecados, cómo no. Desaciertos y maldades. Estamos hablando del período D. R. C por algo. Algunos pecados se pagan en vida, algunos tormentos se recompensan en muerte. Pero recordando al Rey David, bien podría ser al revés: torturas que se cobran en vida, crímenes que se premian en muerte. 

“…para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos.” 

Efectivamente, justa o injusta, llovió entonces sobre Martha. Fue rojo en lugar de cristalino y Betsabé quien desató la tempestad. Sabrá el que sepa si somos o no todos monstruos a estas alturas. 

Ella, tras la humillación de David, cien por ciento lo era. 


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