Cayetana Palermo

Por: Giancarlo Poma
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Cayetana Palermo murió hace cinco años, de un aneurisma cerebral, pero la estoy viendo ahora mismo, en bividí, short y sandalias, delante de la puerta del supermercado.
Lleva una bolsa pequeña de la que sobresale una caja de cereales, una botella de aceite y otros bultos que no alcanzo a distinguir.
Pienso que vive cerca (incluso, a la espalda) y esto se trata de una compra de último minuto. Pienso que recién se dio cuenta de que ya no le quedaba aceite justo cuando estaba a punto de prender la cocina, y entonces tuvo que volver a meter la carne en la refrigeradora, y la cebolla y el ajo se quedaron sobre la tabla de picar. Apenas si se habrá lavado las manos antes de salir.
“Lo que pasa es que voy y vengo”, debe haber dicho en voz alta, o si estaba sola, al menos, lo habrá pensado. Justificarse por todo es un acto reflejo de nuestra generación. Ni siquiera Cayetana Palermo puede moverse por debajo del radar de la paranoia. Incluso a Cayetana Palermo los cuestionamientos le llueven como flechas en esa película de fantasía medieval en la que todos los héroes mueren cuando intentan asaltar el castillo del tirano y que Cayetana Palermo solo mira cuando siente que su vida se desbarranca (los domingos por la noche, sobre todo, aunque a veces también los viernes, que antes eran una playa y ahora son un páramo). Su madre le ha advertido que corre el riesgo de desgastarla: “Ahora me dirás que no, pero ya verás que, con los años, de todo te aburres. El día menos pensado, eso que creías que siempre iba a estar allí se habrá ido para siempre. Va a parecer como si te hubieran arrancado algo del pecho. Vas a sentir como un sabor metálico en los dulces y las comidas grasosas. Pero tampoco es el fin del mundo. Incluso del aburrimiento, con los años, te aburres”.
Entiendo muy bien a lo que se refiere la hipotética madre de Cayetana Palermo en mi cabeza, pero siento que, en este momento, su prioridad no debería ser darle consejos, sino pedirle explicaciones, o cómo es que de pronto puede escucharla decir “hola” una vez más, con su voz ronca y su tímido acento nasal, si es que todos los fines de semana, desde hace cinco años, es ella misma la que le deja las flores al lado de la tumba.
“Y eso, señora, ni siquiera es lo más raro”, quiero decirle. “Si usted estuviera aquí, de seguro disculparía que me haya quedado viendo a Cayetana Palermo hasta arrancarle ese saludo, y también que siga tan absorto después, al punto de intimidarla y que prefiera dar un paso hacia atrás a darme la espalda, como si fuera yo unos colmillos o un aguijón agazapados entre las sombras, pero es que no solo tengo en frente a la Cayetana Palermo que murió hace cinco años, de un aneurisma cerebral, sino que esta Cayetana Palermo también es la chica de diecisiete años que vi por primera vez en la clase de Lógica con Robles. ¿Le llegó a hablar su hija de Robles, señora?, ¿o era de las que volvía de la universidad y se encerraba en su cuarto? Le cuento que Robles era un hombrecito pequeño que ya estaba a punto de jubilarse. El pobre se quedaba dormido en los descansos, y hasta se ponía a roncar. Casi toda la clase salía a fumar o por un café. Unos cuantos, entre los que estaba su hija, Cayetana Palermo, aprovechaban para ir a la fotocopiadora y sacar el paquete con las lecturas de la semana. Muy pocos éramos los que seguíamos pegados a las carpetas: el grupito del fondo, los chicos que habían estudiado en un colegio de hombres y aún no sabían cómo socializar con mujeres porque pensábamos que eran como nuestras madres, y merecíamos su afecto solo por haber nacido, o como las chicas de los animes que veíamos los sábados por la mañana, cuando en verdad éramos niños, Candy, Gigi, o Angie, la niña de las flores, tan coloreadas que nos daba miedo espantarlas con nuestra opacidad, así que mejor mirarlas de lejos, tratarlas de putas, emborracharnos para poder llorarlas. Por eso también nos gustaba quedarnos en el salón, señora. Cuando todas las Cayetanas Palermo se marchaban, podíamos alzar nuestra voz, y escucharla resonar en las paredes, y fingir que no teníamos miedo de ser jóvenes y hermosos”.
Eso es todo lo que le digo a la hipotética madre de Cayetana Palermo en mi cabeza. La señora no tiene por qué enterarse de que también nos quedábamos en los descansos para burlarnos de Robles, al que detestábamos por mero capricho: niños que aún no lograban salir de un colegio de hombres a los que les divertía imitar de forma exagerada los ronquidos de su profesor o hacer bulla para despertarlo de golpe. Yo una vez tiré al suelo una edición en tapa dura de un libro de Foster Wallace, que nunca siquiera fui capaz de empezar a leer, y asusté tanto a Robles que cayó de espaldas, con todo y asiento, justo cuando Cayetana Palermo regresaba al salón, y apenas al instante de que ella hizo el ademán de acercarse para ayudarlo, ya a Robles lo estaba cargando, como si se tratara de un bebé larguirucho y famélico, alguno de los adolescentes de metro ochenta que podía permitirse andar detrás de Cayetana Palermo, embobado por la turgencia de sus senos, y por sus piernas de voleibolista, y por su larga cabellera rubia, recogida en una cola de caballo durante las clases, y por su actitud al tomar la palabra, confiada y amable, del mismo color del césped de un campo de golf al que solo un grupo muy privilegiado tiene acceso.
Por supuesto, tarde o temprano, casi todos dejamos atrás esa miserable forma de amor cortés. Si yo, para divorciarme, tuve que haberme casado antes, quiero contarle a Cayetana Palermo, que abre más los ojos y contiene la respiración, y entonces me pregunto si el problema es la ropa: la camisa manga corta para el verano, la corbata ridícula con el logo de la empresa. O no logra reconocerme con este disfraz o el disfraz la ha alertado de que no soy el gerente ni tengo una oficina, sino que trabajo encogido en un cubículo durante ocho horas, sentado en una silla que me deja la espalda empapada cuando hace calor, y que soy de los que prefieren almorzar allí mismo lo que llevo en mi táper de plástico en lugar de bajar a socializar en el comedor con los adolescentes de metro ochenta y las chicas de anime en los que vuelven a convertirse, al menos, durante esa hora, mis compañeros de los otros cubículos.
Perdona, Cayetana, no te quise asustar, le digo, pero me corrijo al instante, perdona, de verdad, pensé que eras una amiga, te pareces mucho, se llamaba Cayetana Palermo, murió hace cinco años, de un aneurisma cerebral. Es el afán de justificarme por todo. Por suerte, Cayetana Palermo se alivia y me dice que es su hermana. Yo me vuelvo a deshacer en disculpas, pero ella insiste en que no me preocupe. Ya me ha pasado, dice, y en realidad, es algo bonito, ¿no crees? Yo le digo que sí, y me explayo en anécdotas inventadas con su hermana, lo suficientemente banales como para que puedan haberle ocurrido a cualquiera, a pesar de que lo suyo solo haya sido una pregunta retórica para calmar mi ansiedad antes de decirnos adiós.
Lo que en realidad quisiera decirle a la Cayetana Palermo que tengo en frente es que a la Cayetana Palermo de diecisiete años que acababa de ingresar a la universidad también le pareció “bonito” el tono de mi celular Nokia, con la canción de Il Postino, que sonó por descuido durante la clase de Robles, y que la llevó a dirigir su mirada por primera vez hacia mí, y a sonreírme de manera cómplice, como si ella y yo frecuentáramos el mismo campo de golf, y ya después, acabada la clase, a incursionar en el estercolero de las carpetas del fondo, tan solo para preguntarme si acaso podía pasarle ese tono tan bonito a su celular, que a ella también le había gustado mucho Il Postino, y si acaso había visto una película de fantasía medieval en la que todos los héroes morían durante el asalto al castillo del tirano, que si bien no podía parecer más distinta de Il Postino, en el fondo, hasta podía decirse que eran la misma película, solo que la de fantasía medieval era más realista, y un tanto torpe, y mucho más cursi. Ya no me acuerdo en qué punto Cayetana Palermo dejó de hablar o yo dejé de escuchar, pero sí me acuerdo de que yo no sabía cómo ayudarla, pues había sido González el que me había pasado el tono, así que de ese mismo modo se lo indiqué, y fue por eso que Cayetana Palermo le dio su celular a González y él le instaló el tono de Il Postino, y a pesar de que ese breve intercambio no afectó mucho sus respectivas dinámicas (González siguió quedándose con nosotros a comportarse como un niño durante los descansos, Cayetana Palermo siguió embobando adolescentes de metro ochenta con la turgencia de sus senos), también es verdad que entre ambos surgió una cordialidad que repercutió en todo el grupo, pues cuando se saludaban al cruzarse en los pasillos o el paradero, Cayetana Palermo, de alguna forma, también nos saludaba a todos nosotros, y era consciente de que, si le prestaba sus apuntes a González, nosotros también los íbamos a fotocopiar. Fue lo más cerca que estuvimos de conocer el brillo que podía adquirir el césped en un campo de golf.
Antes de despedirme, le pregunto a la Cayetana Palermo que tengo en frente si alguna vez su hermana le mencionó una película de fantasía medieval. No lo recuerdo, dice, y yo pienso que ya habrá tiempo de desbarrancarme por la noche, y entonces le cuento por qué a Cayetana Palermo y a mí esa película nos parecía tan bonita.
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