Musarañas 04

Por Francisco Segovia

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Salir del agua ~ Como el aire, el fuego y la tierra, el agua es considerada tradicionalmente como un elemento. Pero es un elemento especial, pues de los otros tres hay siquiera unos cuantos mitos que cuentan cómo fueron creados o cómo fue que aparecieron en el mundo humano. No hay nada semejante sobre el agua. Al contrario, en muchísimos mitos, a lo largo y ancho del planeta, el agua es el medio de donde los dioses “sacan” todo lo demás; esto es, de donde hacen emerger el cosmos, todo lo creado. Podría decirse, pues, que el agua es tan vieja como los dioses mismos, o aún más, y que representa el estado en que se encontraba el universo antes de ser “creado”. Esta frase puede parecer contradictoria —pues ¿cómo puede el universo encontrarse en algún estado antes de ser creado?—, pero la verdad es que, para la mayoría de las religiones, la creación es un ordenamiento, un acto mediante el cual el dios o los dioses ponen orden donde antes había caos. En esta clase de relatos, el agua siempre representa ese caos primigenio.

            Las aguas primordiales son tan eternas como el dios creador. Como preceden a la luz, son oscuras y se asocian a la noche; como preceden a la tierra, no tienen fondo. Su único límite es el dios creador, que dormita flotando en ellas sobre un loto, como el dios hindú Narayana y, curiosamente, también el dios egipcio Ptah. La Biblia, por su parte, dice que “el espíritu de Dios se cernía sobre las aguas”. Para realizar la Creación, los dioses deben distinguir las cosas, separarlas, discernirlas. ¿Y qué mejor manera de hacer esto que nombrarlas? “Dios dijo, hágase la luz, y la luz se hizo”.

            Con todo, los dioses que llevan a cabo la Creación suelen ser impasibles y distantes, así que los mortales sienten que no se ocupan mucho de sus cosas. Son dioses, por así decir, poco terrenales, ajenos y lejanos. Aunque son debidamente venerados, la devoción popular prefiere encomendarse a figuras más cercanas. Los católicos, por ejemplo, ofrecen su culto a Jesucristo —o a la madre de éste, la Virgen María—, mucho más que a Dios Padre. Lo mismo hicieron los antiguos egipcios, que poco a poco desplazaron el culto de Ptah y adoptaron el de Osiris; y los mesoamericanos, que nunca ofrecieron tantos sacrificios a la divinidad creadora, Ometéotl, como a Huitzilopochtli, Quetzalcóatl o Tláloc. El culto popular prefiere estas figuras cercanas. No es extraño, entonces, que también la simbología del agua primordial tienda a expresarse en relatos más terrenales y concretos. Por ejemplo, el caos de las aguas originales y su posterior apaciguamiento —que son el relato básico de la Creación— se repite a escala humana en la historia del diluvio universal, que se cuenta en muchísimas culturas, a lo largo y ancho del mundo. Su versión más conocida es la de Noé, aunque está bastante claro que la historia de Noé deriva directamente de la del asirio Atráhasis, y ésta a su vez de la del sumerio Zisudra. En todas ellas los dioses están muy descontentos por el comportamiento de la humanidad y deciden acabar con ella sumergiéndola en el agua. Pero la piedad dicta que sea salvada la familia de un hombre justo y bueno, que de este modo se convertirá en el padre de una nueva humanidad. Para ello construye un gran barco (el arca de Noé), en el que navega hasta que las aguas se calman y emerge del mar, al fin, la tierra. Los sumerios contaban así este momento, en uno de los escritos más antiguos de la historia: “Todas las tempestades, de una violencia extraordinaria, se desencadenaron al mismo tiempo. / En un mismo instante, el Diluvio invadió los centros del culto. / Cuando, durante siete días y siete noches, / El Diluvio hubo barrido la tierra, / Y el enorme navío hubo sido bamboleado por las tempestades, sobre las aguas, / Utu salió, el que dispensa la luz al cielo y a la tierra. / Ziusudra abrió entonces una ventana de su navío enorme, / Y Utu, el Héroe, hizo penetrar sus rayos dentro del gigantesco navío. / Ziusudra, el rey, / Se prosternó entonces ante Utu; / El rey le inmoló un buey y sacrificó un carnero”.

Es notable aquí la insistencia en que, al ceder la furia de las aguas, cede también la oscuridad y el sol entra por la ventana del arca.

El agua turbia es oscura como el caos; el agua calma, clara como el día. Por eso, quizá, las concentraciones de agua dulce (ríos, lagos, arroyos y fuentes) están casi siempre habitadas por figuras luminosas: ninfas, hadas, señores y señoras del agua; las negras profundidades del abismo, por monstruos malévolos y enormes, como el Kraken.

El robo del fuego ~ El mito más famoso sobre el fuego es el de Prometeo, un titán que amaba a los hombres y lo robó para ellos, quitándole al sol un pedacito, un tizoncito nada más. Pero a Zeus, el jefe de los dioses griegos, le pareció que este regalo era demasiado para los hombres y condenó a Prometeo a pasar la eternidad encadenado a una roca, en lo más alto de una montaña, a donde todas las noches llegaba un águila a devorar su hígado. Por las noches, el hígado de Prometeo se regeneraba, sólo para ser devorado de nuevo al día siguiente. Decían los griegos que este castigo no se cumplió al pie de la letra, pues al final Hércules subió a la montaña y liberó al benefactor de los hombres.

            Como se ve, esta leyenda cuenta cómo la humanidad obtuvo el fuego, no de qué forma fue creado éste. A decir verdad, son raros los mitos que cuentan cómo apareció el fuego. En cambio, abundan los que relatan cómo los hombres se adueñaron de él, robándolo, o recibiéndolo de alguien que lo había robado para ellos (como el tlacuache en los mitos nahuas). En los pocos casos en que el fuego no es robado de algún avaro que no quiere compartirlo, alguien lo toma directamente del sol —al que “atrapa” mientras está a ras de tierra, saliendo al alba o poniéndose al ocaso—, o lo toma del incendio que produce la caída de un rayo.

            Como puede uno imaginarse, las historias del fuego robado son más interesantes, más complicadas y sabrosas que las otras, y seguramente por eso son también más abundantes. En ellas no se trata sólo de que los hombres logren obtener el fuego y conservarlo sino, sobre todo, de que aprendan a hacerlo. Este robo no es pues cosa nada común, pero en todas las culturas del mundo hay un mito que lo cuenta. ¿Por qué? Sin duda porque en este caso los hombres no se adueñan de una cosa cualquiera —y ni siquiera se adueñan realmente de una cosa— sino de un conocimiento. Por eso el relato está como obligado a decir que lo roban de alguien, y no que simplemente lo toman del mundo natural. De hecho, el robo del fuego es el hecho cultural por excelencia, comparable sólo a “la invención” del lenguaje. Ambas cosas (lenguaje y fuego) separan a los humanos del mundo meramente natural y los sumergen en otro que es además técnico, tecnológico, pero también simbólico y sagrado. Al recibir el fuego, la humanidad no sólo se hace de un poder y un saber tecnológicos sino también de un poder y un saber mágicos. Hasta hace muy poco, estos dos tipos de saberes y poderes no se distinguían tan claramente; durante milenios fueron vistos como una sola y misma cosa…

            El mundo que se abre a los hombres después de robar el fuego es esencialmente cultural: es decir, es un mundo común, comunal, comunitario. La fogata está en el centro del relato, del baile, del ritual, de la asamblea. En torno a ella se congregan las familias. Y no sería mucho decir que fue en torno a su luz y a su tibieza (“al amor de la hoguera”, como se decía antes) donde se formó eso que llamamos intimidad. Esto es lo que no comprende el avaro, tan vanamente satisfecho de ser el único que no come su carne cruda, que no pasa frío en el invierno, que tiene luz en la noche y puede cocer el barro y forjar los metales… Porque ¿de qué le sirve todo esto si está solo y sólo vive para sí? El fuego —dice el mito— se comparte en la intimidad del hogar o en la plaza pública, pero siempre se comparte. Si no se comparte, pierde su sentido, como lo pierden las palabras que se dicen a solas, o las que inventa un loco. Por eso el avaro lleva la penitencia en el pecado: su riqueza puede ser inmensa, pero ¿qué sentido tiene, si ni puede gastarla ni puede gozarla? El avaro es como el loco, cuyas palabras nadie comparte…

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