La ronda nocturna

Por: Marcos Limenes
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Entraron a la casa sin hacer ruido, deslizando suavemente la puerta y prestando atención a cualquier indicio de presencia humana. La luz encendida en la planta alta no los disuadió de ingresar, bien conocían el truco de los dueños ausentes. En rigor no eran ladrones, tan sólo dos tipos inofensivos con hambre. Deambulaban por el barrio tratando de no dejarse ver durante el día y por las noches esperaban la oportunidad para hacerse de un bocado. Rara vez los inquilinos se percataban del faltante en el refrigerador o la alacena ya que era poco lo que se servían, limpiaban tras de sí y desaparecían.
Sin embargo aquella noche fue diferente. La luz del alumbrado público que se colaba por las ventanas dejaba ver una cocina limpia y ordenada, como en la mayoría de las casas del vecindario, sin embargo los propietarios habían dejado sobre la mesa un plato servido con dos patas de pollo asadas, un par de vasos con agua y cubiertos. Como si los hubieran estado esperando, como si fueran, en verdad, invitados distinguidos. Esto está muy raro se dijeron en voz baja, podría tratarse de una trampa. El hambre arreciaba y bien valdría la pena perder la libertad y aun la vida ante semejante oferta. En un par de minutos las patas de pollo se habían reducido a huesos, tan limpios como la cocina. Mientras se frotaban las manos grasientas en su pringosa ropa les pareció que una sombra se deslizaba por la estancia. Pudo haberse tratado tan sólo de la luz de un auto que por allí pasaba pero ante la duda ambos se retiraron de inmediato dejando los vasos de agua intactos.
Pasaron unos días y sus pasos los condujeron de nuevo a esa casa. La misma luz encendida, la cocina igual de pulcra. Para su sorpresa los huesos seguían sobre el plato tal como los habían dejado. Estarían de vacaciones los dueños, pensaron, pero desde la sala escucharon un “bienvenidos” que les heló la sangre.
Por el barrio nadie los volvió a ver.
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