José Bianco: Sombras suelen reinar

Por: Adolfo Castañón

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A la memoria de Alejandro Rossi y Tamara Kamenszain

Bianco es autor de una obra breve, tres novelas, un par de relatos largos, algunos cuentos, un puñado de ensayos entre los que destacan los que dedicó a Marcel Proust y una multitud de traducciones —Voltaire, Diderot, Henry James, Paul Valéry, Gide, Malraux, Green, Henry Bauchau, John Berger, Julien Benda para no hablar de las numerosas novelas policíacas que tradujo para la colección Séptimo Círculo. Además guió y animó la vida literaria argentina e hispanoamericana a través de Sur, cuya redacción ocupó durante casi treinta años. Borges, que gozó de su amistad, admira la sensatez de éste que es, según él mismo, uno de los primeros escritores argentinos. Esta cualidad tal vez no ayude mucho a la fama de un escritor que ha renunciado en cada página al prestigio de la locura y la estupidez. La cordura de José Bianco es una forma de su bondad. Tiene, como quiere la etimología, el corazón en su sitio. Su prudencia no le impide ser astuto. Bianco, escritor sensato, es decir, inteligente y sensible, ha llevado su sabiduría humana y literaria al grado de dominar las evasivas virtudes del encanto. Su estilo, terso, sencillo, es dueño siempre de una música secreta, irradia misterio, cada una de sus páginas emana gracia y autenticidad. Bianco es uno de esos raros autores que escriben menos para sí mismos que para el lector. Seduce con su candor irónico, con su ingenuidad maliciosa. Parece haberse percatado de que el escritor debe hacer con los lectores lo que Cristo con los niños: dejarlo acercarse, es decir, hacerse tan sencillo como ellos.

            De ahí que la pureza de la obra de José Bianco no sea en modo alguno una calidad accidental o involuntaria; de ahí también la transparencia, el casticismo de su escritura. La lealtad de José Bianco hacia su lector es también lealtad hacia sí mismo: no hay nada, en sus ensayos y en su literatura, que no sea espiritualmente necesario. De ahí el peso que en sus novelas tiene la literatura y que en ensayos tiene la vida, la propia y la ajena. Dice Montaigne en uno de sus ensayos que él desconfía de los médicos que dan consejos sobre arquitectura, de los militares que opinan de medicina y en general de quienes opinan sobre materias que no competen a su oficio.

            El médico debe curar —dice Montaigne—, el militar hacer la guerra y el arquitecto construir. Si tuviéramos que dar una respuesta acerca de cuál es el deber del escritor, la obra de José Bianco nos ofrecería un ejemplo incomparable de cómo puede asumirse ese deber con plenitud y elegancia. En sus novelas y ensayos la historia pública y la historia íntima, la verdad y la imaginación, la ficción y la reflexión fluyen en una rara síntesis, a la vez objetiva y entrañable. La preocupación por traducir la unidad de la experiencia en el mundo palpita a lo largo de toda la obra de Bianco. Los sentimientos afloran en su obra ligados a percepciones de todo orden: gestos, actitudes, descripciones, hechos; las ideas vienen envueltas en anécdotas pero la vida a su vez deja entre sus manos historias, aprendizajes, enseñanzas. Para Bianco, artista y artesano, nada puede hacerse sin la materia, sin la historia, sin las palabras, y él mismo se sabe hijo de su laboriosa vocación. Decía José Bianco que para vivir debe uno escribir los libros que lleva dentro. Yo añadiría que también debe leer los libros que le han sido destinados. Añadiría que, por razones complejas pero definibles, América puede leer en la obra de José Bianco uno de los signos más claros de su incesante renacimiento.

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