Leer de niño.

Por: Armando Enríquez Vázquez

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Armando Enríquez Franco, mi abuelo paterno, me condenó a una vida como lector. Acababa de entrar a segundo de primaria, ya leía con la fluidez que se espera de un infante de 7 años, o que se esperaba en los años sesenta, cuando mi abuelo puso en mis manos un ejemplar de 20,000 leguas de viaje submarino de Julio Verne. El mejor y más subversivo libro que podía recibir un niño.

Una edición del Círculo de Lectores que aún conservó, la portada muestra un buzo en lucha con un enorme tiburón. Recuerdo claramente viajar a bordo del Nautilus que tanto terror y misterio encerraba para conocer al Capitán Nemo y sentir la tristeza que lo habitaba. A la par la hermana mayor de mi madre, mi tía Carmela, me regaló El falso brahmán, de Emilio Salgari, que es un libro a la mitad de la saga de los temerarios Tigres de Mompracem; Sandokán y su amigo el portugués Yañez. Como puntilla la hermana menor de mi madre recién llegada de una estadía en Francia puso en mi mano a Antoine de Saint-Exupèry y supe entonces que un libro puede ser tan poderoso que te puede hacer llorar.

Así a temprana edad la literatura fantástica de ciencia ficción pero ante todo; los historias llenas de aventuras comenzaron a poblar mi mente y mi librero.

Ahí estaban el Corsario Negro y Dueño del mundo compartiendo estanterías, Dos años de vacaciones en una edición de Editorial Bruguera entre la novela gráfica y la novela común, esas ediciones que nunca terminaron de gustarme por esa condición ambigua y lo que yo consideraba en aquellos años para flojos, que se saltaban el texto, dando preferencia a los dibujos. De manera arrogante y tal vez intuitiva, reconocía que el lenguaje del comic, hoy novela gráfica, era en detrimento del texto. Amaba por su parte y aun lo hago las tiras de Mafalda y las historias maravillosas de Asterix y Obelix que un amigo de la primaria, Diego García del Gállego me dio a conocer y me prestaba para llevarlos a casa.

Así aprendí que los lenguajes en estas narrativas son distintos.

Salgari estaba publicado por una editorial española también, llamada Gahe.

En aquellos años leí muchos libros de ambos autores. Y con el paso del tiempo los fui relegando para dar paso a otros autores y otras historias. Llegó Ray Bradbury con sus Crónicas Marcianas, Sturgeon y Los cristales soñadores, Arthur C Clarke; Cita con Rama y Olaf Stapledon con Hacedor de Estrellas, esa impecable reflexión del autor que precede al horror de la II Guerra Mundial y después a su perro hablante, pensante y socialista Sirio.

De las aventuras en el planeta tierra, los libros me llevaron a aquella nueva frontera que había visto en la pantalla blanco y negro de la sala de mis abuelos cuando Neil Armstrong había dado aquel paso kilométrico que hizo que toda una generación nos viéramos en la edad adulta habitando el satélite natural de nuestro planeta.

Poco después mi tía Gloria, la hermana de mi padre, me llenó de las novelas de Agatha Christie y cuando muchos seguían al inquilino del 221B de Baker Street, yo devoraba los enigmas criminales resueltos por aquel belga emigrado a Londres que habitaba en el departamento 203 de Whitehaven Mansions en la capital inglesa.

No mucho después descubrí a Ellery Queen y al comisario Jules Maigret.

Los libros no sólo transformaron el mundo que habitaba, expandieron las fronteras que intentaban imponer las paredes de mi cuarto. Los libros me demostraron que los límites de la imaginación son inciertos y en constante expansión. Qué como en el caso de Don Quijote que tanto es tantito para quedar mimetizado en las metáforas que la literatura impone a la realidad y de como la vida sólo intenta de una manera muy pedestre imitar a las letras.

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