Del autor, sus personajes, su privacidad y sus lectores

Por: Gabriel Trujillo Muñoz
Compartir este texto:
Muchos escritores decepcionan a sus lectores porque no son, por una u otra razón, lo que sus admiradores esperaban de ellos. No responden a lo que imaginaban serían al leer sus novelas o poemas. Ahora, en este siglo XXI, gracias a las redes sociales que te ofrecen un menú de fotografías, videos o comentarios, pareciera que ni el más ermitaño literato escapa al escrutinio público, especialmente de esos que les importa más la persona del escritor que su obra. Es lo que sucede cuando choca el deseo de privacidad de un creador con la demanda insaciable de información sobre su vida, como si fuera una labor que el propio escritor tuviera que realizar para gusto de quienes lo leen y lo siguen.
En tiempos anteriores, un lector podía toparse con un autor famoso como Jorge Luis Borges y descubrir que hubiera sido mejor nunca conocerlo para mantener intacta la imagen que tenía de este autor argentino. Como lo expone el español J. M. Caballero Bonald en su libro Examen de ingenios (2017): “Soy de lo de los que hubiese preferido no tratar personalmente a Borges, aun cuando sólo lo hiciera en ocasiones esporádicas: una reunión en la embajada argentina en Madrid, una comida en Alcalá de Henares, una visita fugaz en Buenos Aires. Ninguno de estos encuentros supuso una experiencia satisfactoria. Borges encadenaba juegos de ingenio, retruécanos, maledicencias, con una delectación desazonante. Imposible ensartar el hilo ordinario de una conversación. El maestro era implacable en la elección intimidatoria de un discurso que los demás debían secundar en calidad de oyentes maleables. Los osados, los locuaces, los habituados a la reciprocidad discursiva no eran bienvenidos.”
Tarde o temprano, el escritor debe decidir si va a ser el ogro gruñón o el afable anfitrión de los lectores que lo admiran y le quitan tiempo para hacer su obra. A veces es tanta la presión social para adoptar un papel específico a representar en público, como sucedió con el poeta estadounidense Allen Ginsberg, que pasó a ser un gurú de la contracultura juvenil en los años sesenta del siglo pasado y que tuvo que mantener ese personaje, el del bufón que cantaba, bailaba, gritaba en trance para mantener contentos a sus seguidores. Los lectores le impusieron esa imagen mediática, que tenía algo de verdad y algo de impostación, y ya no pudo quitársela mientras vivió. Un ejemplo opuesto es el de la escritora Rosina Conde, cuya narrativa habla de traumas de infancia y de abusos de toda clase, lo que llevó a que sus lectores pensaran que así había sido su vida de niña, cuando fue todo lo contrario. Rosina tuvo la experiencia de ver que muchos lectores se desencantaban porque su entorno familiar fue feliz y sin conflictos mayores, pues estos anhelaban que su existencia hubiera sido como la de las protagonistas de sus cuentos y novelas. El chasco fue producto, ni más ni menos, de la ingenuidad de sus lectores. Como ella misma me dijo: “No entienden lo que es la imaginación literaria”. Algo parecido sucede con los escritores de novela policiaca: sus lectores piensan que se la pasan en los bajos fondos para escribir sus obras cuando, en realidad, como fue el caso de Raymond Chandler, eran perfectos caballeros y excelentes observadores de la vida urbana.
Cuando empecé este texto dije que los escritores decepcionan a muchos de sus lectores. Lo que se me olvidó decir es que no lo hacen a propósito, que en buena parte de los casos no es su culpa: ellos son como son, pero sus obras pueden hacer creer a quienes no los conocen que es otro su comportamiento, sus puntos de vista, sus inquietudes personales. Pocos lectores tienen la sagacidad de entender que la obra literaria no es un espejo de su autor sino una fantasía nacida de la imaginación propia, de la fantasía personal.
En nuestra era hay un ejemplo magnífico del escritor que se debe más a su obra que a sus lectores. Hablo, claro, de George R, R. Martin, el autor de la inconclusa saga del hielo y el fuego, que es la base de Juego de tronos (2011-2019), la más famosa serie de televisión de los últimos tiempos. Martin no se anda con rodeos cuando la gente le exige termine su saga, que escriba ya los dos libros que faltan para completarla. Él vive la vida a su gusto: escribe otras obras, asiste a convenciones de ciencia ficción y fantasía, colabora con otros escritores, mantiene un centro cultural en Nuevo México. Y si se topa con lectores que le preguntan cuándo publicará las novelas que millones esperan ansiosamente leer, George siempre tiene la sonrisa del verdugo de los Lannister. Sin embargo, muchos de los que han seguido su saga desde hace casi treinta años, ya han perdido la esperanza de ver publicados los dos libros, Vientos de invierno y Un sueño de primavera, que deben concluir la saga de Canción de hielo y fuego. Hasta ahora, sólo hay fragmentos de su epopeya literaria por terminar mientras la impaciencia, la frustración y el encono crecen a su derredor.
Sin embargo, Martin es la excepción a la regla. La mayoría de los autores contemporáneos se dedican a quedar bien con sus lectores, a seguir al pie de la letra sus deseos con respecto a tramas, temas o personajes. Viven de las reacciones e interacciones que llevan a cabo con sus seguidores más fanáticos. Cambian sus estilos, modos de escritura, acercamientos a los mundos que imaginan en razón al mercado editorial, a lo que les dice que deben hacer sus lectores, editores e incluso la Inteligencia Artificial. No responden a su propia creatividad sino a las reglas impuestas por otros. Y así les va. Buena parte de la literatura actual es un pastiche, una copia servil de otras creaciones. Y los escritores parecen estar entre la espada de lo que los lectores quieren leer de su autor favorito y lo que las empresas editoriales -y aquí me refiero a las grandes corporaciones internacionales- les exigen para que sus inversiones en ellos cuenten con buenas ganancias. Como me lo dijo hace 30 años un editor: “Yo no estoy en este negocio por la literatura. Yo estoy aquí por la ganancia: el profit, profit, profit”. Lo bueno es que muchos otros editores no se dedican al negocio de la publicación de libros exclusivamente por la ganancia sino por apuntalar la creación literaria de su país, de su idioma, de su cultura. Y lo mismo va para aquellos escritores que no se ven como simples productos del mercado sino como representantes de la imaginación humana, como promotores de lo poético, lo narrativo y lo ensayístico.
Por eso Henri Michaux, el autor francés de mediados del siglo XX, dijo que él, como poeta joven, había empezado publicando poemarios de 50 ejemplares y, ya famoso, publicaba poemarios con tirajes de decenas de miles de ejemplares. Pero ahora, conociendo el mundo del libro, sólo anhelaba volver a publicar poemarios con tirajes de 50 ejemplares. Para lectores que no lo leerían por ser el libro de un poeta famoso sino por la poesía que contenían sus versos, por la laboriosidad que estos pregonaban, por las visiones compartidas. O como dirían los románticos: para tocar el corazón de nuestros semejantes con palabras estremecedoras, con sueños impulsivos, con terrores desafiantes, con amores eternos, con aventuras de todo tipo.
De ahí que me pregunte: ¿No pensará lo mismo, aunque no lo diga en su blog ni en las entrevistas que da a la prensa, George R. R. Martin? ¿O acaso es preferible ser fiel a uno mismo y no a las ansias de los lectores, apostar por una pequeña cofradía y no por una multitud que exige estar al mando de la creación literaria? Es, ciertamente, una cuestión que cada autor debe contestar según sus circunstancias de vida, según sus ganas o no de ser reconocido, de ganar dinero, de firmar autógrafos. Porque al final de cuentas, publicar libros es una elección, un manifiesto, una necesidad y un negocio. Todo al mismo tiempo. Incluyendo sus efectos imprevistos, sus accidentadas consecuencias. Un andar por la cuerda floja sin más red protectora que el más básico instinto de supervivencia. El que cada quien ha desarrollado a lo largo de su existencia. El que cada uno ha puesto a prueba en cada palabra escrita, en cada libro publicado. Porque ser escritor en este siglo XXI es un trabajo de alto riesgo. Una labor que satisface al que la realiza por el simple hecho de crear algo nuevo y ponerlo en la tertulia del mundo. Y si eso conlleva dolencias, persecuciones, malentendidos, enconos, pues qué le vamos a hacer. Que así sea.
Te recomendamos:

Pablo Picasso y el arte como caos

Despropositos2

