Mario Vargas Llosa o la superposición cuántica

Por: Jesús Gómez Morán
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Resulta una especie de serendipia la coincidencia de que el siguiente al de muerte de Vargas Llosa (y en el cual estoy empezando a escribir estas líneas) sea el Día Mundial de la Física Cuántica, teoría de la cual quisiera tomar la hipótesis de la superposición, de cómo un quantum (si es que capto bien la idea) podría funcionar al mismo tiempo como una partícula de materia y una de energía, algo que quizás anularía el “to be or not to be” shakespeareano, ya que la elección sería innecesaria cuando es posible acceder a ambas opciones. Y esto mismo me ayudaría a tratar de entender la serie de repercusiones y valoraciones emitidas a raíz de la muerte del novelista de marras: me explico.
¿Qué tan indivisibles pueden ser obra de biografía y en este caso de una biografía intelectual? Quisiera partir de un principio irreductible al cual siempre he procurado adherirme: dentro de toda estética hay una ética, pero no en toda ética subyace una estética. En las opiniones que sobre Vargas Llosa (su trayectoria existencial y su aportación literaria) se han vertido hasta el momento, detecto una monumental revoltura de códigos literarios, éticos y políticos. Y en gran medida entiendo que así sea, porque en la vida cotidiana es difícil asimilar la realidad sólo por alguno de los canales en que llega hasta nosotros; sin embargo, para mejor entenderla (para que la partícula sea observable) es menester intentar aislarla. El desafío ante tal método no es evadir una apreciación de 360 grados de vida y obra, pues esta resulta ineludible, sobre todo tratándose del novelista en cuestión, quien intencionalmente y sin tapujos externaba sus opiniones políticas e incluso fue candidato a la presidencia de su país, sino cuestionar la pertinencia de ese sistema que le da el lugar y el peso que tienen los puntos de vista que sobre tal naturaleza tienen figuras públicas de dicho calibre.
Y su muerte nos confronta a la pregunta: ¿quién fue en vida? Habría que indagarlo en cada una de sus facetas. Vargas Llosa desde luego fue el muchacho de una posición desahogada, integrado al circuito de relaciones del barrio de Miraflores (uno de los de más boyantes en la Lima de entonces) con la férrea voluntad de alcanzar la grandeza literaria, discípulo tanto de César Moro como de José María Arguedas, flamante miembro de la generación del Boom y el hombre que se casó tanto con la hermana de su tía política como con su prima carnal. Fue tanto el escritor que denunció los gulags soviéticos e ilusionado con la Revolución Cubana, como el adherente al Partido Popular, quien además recibió de manos del rey Juan Carlos II el nombramiento como primer Marqués de Vargas Llosa, whatever that means. El entrevistador incómodo de Borges (incómodo de que Borges no tuviera una residencia de mejor categoría) y el púgil iracundo que tuvo a bien cerrarle a García Márquez el ojo de un puñetazo. El denunciante de la dictadura perfecta priista y el último (¿último?) Nobel latinoamericano de literatura. e.e. cummings lo rubrica en su famoso poema (en traducción de Ulalume González de León): “tantos yo (tantos dioses y demonios/ cada uno más voraz que todos) es un hombre”. Algo como una superposición cuántica de personalidades sería tal vez un modo de explicarlo y la respuesta a la pregunta formulada quizás haya que plantearla a la inversa: como si fuera el Caballero de los Espejos enviado para curar a don Quijote de su locura, en la imagen poliédrica de Vargas Llosa cada quien termina contemplando su propio reflejo.
Existe otra dificultad adicional: escribir, darle vida a una obra literaria, en tanto acto comunicativo, es un acto político. No puedo aquí pasar por alto la magnífica lección que Vargas Llosa imparte en su libro Entre Sartre y Camus (1981), misma que varios sentidos fue mi entrada al pensamiento existencialista de ambos, a sus divergentes tendencias políticas y que eventualmente me hicieron, como a él, transitar de una cierta radicalidad sartreana al intransigente humanismo de Camus. Sin embargo, en primer lugar, no podemos confundir acto (sea en hechos o en palabras) con postura política (el esquema bajo el cual se clasifica esos hechos y esas palabras) y, en segundo lugar, como diría Bajtin es necesario separar al autor creador de la obra literaria (poseído por su propia escritura y el universo que dentro de ella va gestando) y al autor real. De esta forma, la sentencia de Flaubert “Madame Bovary c’est moi” quedaría socavada (además de que ya ha sido desmentida por el catedrático y crítico mexicano Alberto Paredes https://circulodepoesia.com/2013/07/madame-bovary-soy-yo-el-origen-de-esta-atribucion-infundada/). Y si la tomáramos avant la lettre, cabría decir que Flaubert sería todos y cada uno de sus personajes, que la psique y el alma de Balzac estarían repartidas en la multitud de caracteres de su Comédie humaine y el mismísimo Dante en los de la versión Divina, que originalmente era solo Comedia hasta que Bocaccio la divinizó (su forma de canonizarla, como sin duda haríamos cualquiera de sus lectores).
Pero sabemos que en una posición irreductible, en la de apreciar a un autor bajo el tamiz de sus opiniones políticas, esto no es así. Justamente hablando de Dante, el valor de su obra no se supedita a su militancia güelfa (en un principio) o gibelina (después), los dos bandos contrapuestos en cuanto a política religiosa, aunque dicho entorno sociopolítico permea a profundidad su obra. ¿Qué haríamos entonces con Whitman y su respaldo a la invasión e injusta guerra contra México y con Pound y su recalcitrante militancia fascista? Si la condición para valorar cualquier obra artística o literaria depende de qué tanto se ajusta a nuestros códigos éticos y políticos, ¿qué tan lejos estaríamos (por poner un ejemplo) de la policía soviética que imponía una creación apegada al realismo social revolucionario y juzgaba inquisitorialmente a quienes no seguían dicha norma? ¿Bajo qué principios nos hemos adjudicado potestad semejante para obrar como censores de dicho requisito?
Como cualquier hombre común, como cualquier hijo de vecino, todo escritor es libre de apoyar las creencias políticas, económicas, sociales, culturales o religiosas que le plazcan, y la proclividad a tal o cual tendencia no tiene por qué comulgar con la que profesemos o sea de nuestro agrado. Respecto a los códigos y valores que entren en juego dentro de su obra eso ya sería materia de otro tipo de discusión, aspecto en el que Vargas Llosa podría salir bien librado si traemos a cuento no sólo la denuncia al entorno violento del Perú en el que le tocó nacer y crecer, tanto en el ámbito urbano (La ciudad y los perros, por ejemplo) y el rural (como lo hace en La casa verde, que en ciertos puntos opera como continuación de la narrativa del referido José María Arguedas). Otro tanto sucede con las dos incursiones que realizó dentro de la temática de la novela de dictaduras, proyecto compartido con Alejo Carpentier, Augusto Roa Bastos y Gabriel García Márquez, y para el cual aportó (haciendo uso, entre otros recursos, de la superposición de temporalidad narrativa) Conversación en la Catedral y La fiesta del Chivo.
Desde mi particular óptica el problema reside en que, especialmente en el entorno literario hispanoamericano, le hemos concedido al escritor, al artista, un sitial de demasiada importancia para los postulados que externa en cuanto tema de interés público exista. ¿Por qué reconocemos sin mayor reserva que, en uso de su libertad individual (siguiendo una de las líneas trazadas precisamente por Camus), declare sus posturas y opiniones políticas un albañil, un mecánico, un oficinista, o un desempleado, pero nos indigna tanto que un autor consagrado como intelectual (ese deplorable término) haga lo mismo? ¿En qué momento decidimos que su palabra en estos campos tiene mayor peso, que posee una dignidad superior como si fueran sumos pontífices o rectores morales de nuestra sociedad? Su verdadero pecado no consiste pues, en ser adherentes de izquierda, centro o derecha, ser creyentes o ateos, sino en escribir un mal libro, y hablando de Vargas Llosa, en juzgar si esa superposición cuántica de voces narrativas que en varias de sus novelas aparece (y en las que el lector debe deducir si hay un narrador personaje, y si en tal caso es equisciente, o uno omnisciente, o si su discurso apela a un narratario intra o extradiegético), y si su creación de atmósferas vívidas y palpitantes son estrategias literarias efectivas. Proceder de otra forma sería tanto como pedirle peras al olmo.
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