Desde la barranca: Malcolm Lowry
Por Fabienne Bradu
Las coincidencias que así nombramos a falta de una palabra mejor, como dice Octavio Paz, parecen guiños del destino. Se antojan azares demasiado perfectos para ser genuinos; cruces de tramas y de tiempos, minuteros narrativos que hacen repicar epifanías, a pesar de que nunca sabremos qué hora nos están dando. A medida que comprobamos que las situaciones, las per- sonas y las historias se repiten como variaciones peligrosamente recurrentes, parece que las coincidencias se multiplican en el horizonte. Todo podría deberse a un recrudecimiento de la aten- ción a estos fenómenos, como si la repetición nos despertara un poco del sueño en el que solemos vivir. A nadie le ha sido dado levantar el velo, pero sí sentir que éste a veces se rasga. Las coin- cidencias podrían ser estas rasgaduras en la trama indescifrable, pero también parece que más vueltas le damos y más zurcidos le hacemos al velo. La que le sucedió a Malcolm Lowry a prin- cipios de 1937, cuando comenzaba a escribir Bajo el volcán, merece ser recordada en la versión de Jan Gabrial reproducida por Francisco Rebolledo en Desde la barranca:
Otro cariz paradójico de las coincidencias radica en la despro- porción entre el entusiasmo que nos causan, como si realmente algo significativo irrumpiera en la pastosa realidad, y el tedio que su relato puede provocar en los demás. Me atrevería a de- cir que las coincidencias son sucesos egotistas o, en todo caso, historias irrelevantes, excepto para quien las protagoniza o las padece. El entusiasmo excesivo y, por ende, levemente ridículo que nos despiertan a causa de la ilusión de ser, por unos instan- tes, elegidos, como si Alguien nos juzgara dignos de una señal, aunque ésta sea furtiva y equívoca, esta emoción desbordada y balbuceante puede llevarnos a tejer duraderos lazos con personas a quienes ni siquiera conocemos.
También hay coincidencias que, pese a sus características in- herentes, suceden a destiempo, es decir, como si sus segmentos de pronto se juntaran, pese a que no se produzcan simultá- neamente. Un substrato de la memoria, en la vecindad de la intuición, opera la amalgama dispersa en el tiempo y dispareja en experiencias. Más distantes están estos segmentos y más ines- peradamente se juntan, formando así una gavilla que figura una alineación de planetas o un cohete de relámpagos sostenidos en un solo trueno de acordes.
Creo compartir con Francisco Rebolledo la fascinación por semejantes fenómenos, en los que, a su vez, coincide con Mal- colm Lowry. Aunque se precie de no ser un escritor egocentrista, el autor de Rasero otorgó a su entrañable personaje un don de vi- dencia que, en alguna medida, lo emparenta con el inventor de Geoffrey Firmin, el Cónsul de Bajo el volcán. Rasero padece vi- siones del futuro en el climax de sus orgasmos; Malcolm Lowry, como lo muestra Francisco Rebolledo, anticipó en el Cónsul su propio descalabro final.
Creo que, en efecto, Lowry depositó en ese libro, y sobre todo en su per- sonaje principal, tanto de sí mismo, y con tanta intensidad, que la obra terminó –como un árbol de la vida– por revertírselo: poco a poco el es- critor fue siendo poseído por su criatura literaria. Como un auténtico aprendiz de brujo, como un doctor Fausto, Lowry había creado un perso- naje que no sólo tuvo una vida propia, sino que terminó por enquistarse en la conciencia de su autor hasta obligarlo a transformarse en su propia creación.78
Sea hacia delante o hacia atrás, se antoja que así ficción y rea- lidad coinciden en algún punto, donde la verdad se ofrece con la doble cara de lo numinoso: lo sublime y lo terrible de lo sa- grado. Siempre me ha llamado la atención el título que escogió Malcolm Lowry para bautizar el tramo mexicano de la travesía que nunca termina. Under the volcano, Bajo el volcan, Au-dessous du volcan, en cualquier idioma que lo busquemos, sorprende la precisión topológica como si el novelista hubiese querido si- tuarse cerca de las entrañas convulsivas de la tierra para, desde allí, decir el estallido del amor y de la muerte. Por el amor de mo- rir es, por lo demás, la imagen que cobija la reunión póstuma de su poesía.
La enloquecida carrera de Malcolm Lowry por alcanzar la suerte de su héroe, el único que, por excepción, había dotado de una ma- durez que se confundiría con el futuro de su creador, me parece la aportación más notoria de este ensayo que pretende retrazar un destino que no se confina a la estancia de Lowry en Cuernacava. La narración que progresa con un movimiento de oleaje, tam- bién retrata la historia de una obsesión del ensayista por este escritor que se pasó la vida cerrando círculos hasta dar con el centro inalcanzable en esta tierra. Y ésta es la excepcional e inva- luable cualidad narrativa de Desde la barranca: contagiarnos de esta obsesión hasta el punto de no poder interrumpir la lectura antes de la frase final.
Uno de los rasgos más característicos de Francisco Rebolledo, y aquí me refiero tanto al escritor como a la persona, es su ca- pacidad de atrapar a su interlocutor en la red de sus obsesiones. En estos tiempos apresurados y distraídos por tantas sandeces, oropeles y diamantinas de un día, Francisco Rebolledo figura como un bicho raro, algo así como un minotauro inmóvil que masca y remasca a sus autores predilectos hasta sacarles un jugo cuyo sabor habíamos olvidado. No pertenece a la temible raza de los especialistas –¡Dios nos libre de los especialistas!–, sino a la minoría de escritores que saben redactar el arte de la con- versación que extraviamos en la voracidad y la velocidad del conocimiento. Desde la barranca no es un libro destinado a es- pecialistas de Malcolm Lowry, sino que nos conmina a recobrar el placer de la lectura. La verdadera señal de éxito de un crítico reside en su poder de incitación a leer o releer al autor que co- menta. Y no tengo duda de que más de un lector regresará Desde la barranca a las cimas y los abismos de Bajo el volcán.
Francisco Rebolledo no necesita trucos de prestidigitación para hechizarnos con la obra y el personaje de Malcolm Lowry. Es más, deshace muchos mitos sobre las andanzas del escritor norteamericano por la geografía morelense, y no pretende res- taurar las ruinas de los lugares que ahora constituyen algunos hitos del turismo literario. Al autor de La ministra, más bien le interesa mostrar la alquimia que opera en las creaciones de uno de los novelistas más egocéntricos, donde la topografía, los de- talles y las escenas más vívidamente vistas atestiguan la biografía al tiempo que la subvierten en nombre de un designio mayor: la obra artística. Por lo demás, como incansablemente se empeña en mostrarlo Francisco Rebolledo, Malcolm Lowry no necesita de las mistificaciones o de las tergiversaciones para permanecer en el ám- bito mítico de la literatura y de la vida. A semejanza de Nerval, Rimbaud o Lautréamont, Malcolm Lowry ingresó al panteón de los poetas malditos desde la vía real de la vida, desde la ba- rranca abismal del acohol. No puede haber impostura en estos asuntos: si una obra sigue resistiéndose al desciframiento cabal y definitivo, debe ser porque su autor vislumbró certeros destellos entre las tinieblas, un puñado de centellas que a nosotros nos enceguecen y no alcanzamos a cautivar en su oscuro resplandor. Por eso, merecen nuestra admiración y nuestro empeño obse- sivo por escuchar sus balbuceos.
77 Gordon Bowker, Pursued by Furies. A life of Malcom Lowry, citado por Francisco Rebolledo,
Desde la barranca, Malcolm Lowry y México, 2004, Fondo de Cultura Económica, p. 110.
78 Francisco Rebolledo, op. cit., pp. 155-156.
Texto leído en la presentación del libro de Francisco Rebolledo, Desde la barranca, Cuernavaca, Palacio de Cortés, 10 diciembre 2004.
Te recomendamos: