La cueva del Cabrito
Por: Irene González
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3 días le dio antes de regresar a buscarle. De ese tiempo restaban algunas horas. Lucía revisó el listado de tareas, alumbrándose con la luz del celular mientras se fumaba el milésimo cigarro del día; había cumplido con todo excepto una sola cosa. Tenía los 7 dedos metidos en un tupper, ennegrecidos a pesar de habérselos mochado al pendejo de su vecino únicamente dos días antes. También llevaba la trenza de su propio cabello, el coágulo menstrual y un puñado de cenizas de su abuelo paterno. Pero le faltaba la cola de gato. Una cosa era rebanarle las falanges al pervertido de junto, y otra muy distinta mutilar a una criatura inocente. Ya ni modo, sería lo que Dios quisiera. No, no: lo que el Diablo quisiera.
Las tres de la mañana le timbraron en el reloj. Lucía tiró lo que quedaba del cigarro, lo aplastó con el zapato contra el lodo, levantó la mochila junto con su orgánico contenido, y se metió a la cueva de San Jacinto. O como todo el mundo la llamaba en el pueblo, la cueva del Cabrito.
Para llegar hasta él debía atravesar casi toda la estructura. Sacó una lámpara de cabeza de su mochila e iluminó ampliamente los confusos pasadizos que descendían hacia lo profundo de la tierra. Tenía un mapa trazado en una libreta, tras sus múltiples intentos de dar con el que se pasea en el monte, de día o de noche. A veces lo ven sobre un caballo negro, otras a pie, descalzo, dejando a la vista las pezuñas. Siempre se le oye chiflando la del “Cielito Lindo” y su morada en aquellos lares estaba al fondo de esa cueva.
Lucía respiró hondo antes de hacer un giro a la izquierda. Sus padres estarían colgados, sin ojos y sin piel, a la mitad del túnel. Las manos le sudaban muchísimo; en sus primeras incursiones cada susto hacía que se le resbalara la lámpara y encontrarla en el piso, entre las rocas y los agujeros, era una pérdida enorme de tiempo. De ahí aprendió a cargar con una luz que le dejara las manos libres. Ahí estaban, efectivamente, los pies balanceándose, los descompuestos rostros ocultos entre las sombras. Intentó no mirar hacia arriba, aunque siempre terminaba haciéndolo. La topografía de los cráneos descarapelados le causaba fascinación, muy a su pesar.
Luego estaban los niños. Les llamaba así, aunque realmente no eran tal cosa; medían lo mismo que uno, le llegaban por ahí de la cadera, se reían como ellos y correteaban en la cueva cual si se encontraran en un patio de recreo. Pero al alumbrarlos se distinguía una masa pálida y alargada, un rostro en blanco y extremidades recubiertas por escamas. Al rozarla, podía sentir el cuerpo de reptil contra el suyo propio. Mientras estuvieran en movimiento, ella debía quedarse quieta. Si avanzaba al mismo tiempo que ellos, se le echaban encima: le rasguñaban, golpeaban e incluso la mordían con una boca que ni siquiera sabía dónde tenían. Las ocasiones en que eso le había sucedido, acababa por desmayarse y despertaba en la entrada de la cueva, con el sol dándole de lleno en el rostro y la oportunidad de llegar hasta el final, perdida.
Si se quedaba quieta, en cambio, ellos eventualmente se congelaban. Las figuras de masa blanca se detenían como si alguien con un control remoto le hubiera picado al botón de pausa. Era similar al juego de las estatuas de marfil… uno, dos y tres así. Solamente entonces, Lucía podía moverse, atravesar aquella sección de la cueva y salir al otro lado.
Un poco más cerca, un poco más profundo. Tocaba atravesar un túnel estrecho, únicamente cabía en él arrastrándose sobre su vientre. Amarró la mochila a su tobillo para poder arrastrarla tras ella y comenzó a impulsarse con los codos. La piedra se le encajaba en los brazos, abriendo pequeñas pero punzantes cortadas aun cuando la blusa le cubría hasta las muñecas. A los siete minutos llegaba al punto más angosto, donde siempre se atoraba unos instantes. Esos segundos sin conseguir avanzar, sintiendo todo el peso de la tierra sobre ella, aplastando su espalda, presionándole el pecho, robándole el aire que le quedara, eran su definición de infierno. Le daba vergüenza reconocerlo, sin embargo, le parecía más soportable la visión de sus padres muertos, que la prisión en vida donde no conseguía liberar su cuerpo de aquella trampa.
Logró moverse unos milímetros, entonces se volvió a atorar. Soltó un aullido lastimero que resonó en el reducido espacio y empezó a llorar. Las técnicas con las que había conseguido desatorarse otras veces no estaban surtiendo efecto. Jadeaba apresuradamente, el oxígeno desperdiciado en el comienzo de un ataque de pánico. El túnel comenzó a girar lentamente frente a sus ojos, a volverse cada vez más y más estrecho. Parpadeó muy rápido, hasta cerrar los ojos por completo. Se trataba de una alucinación causada por la ansiedad, o por alguna otra cosa, pero una ilusión nada más.
Inspiró profundo, concentrándose en los latidos de su corazón. Repitió los movimientos que le habían ayudado antes, poco a poco, con paciencia y determinación. Finalmente, el túnel cedió. Consiguió liberarse, avanzó nuevamente a través de aquel gusano de piedras y minerales, hasta salir a la última sala.
El que se pasea por el monte la ayudó a ponerse en pie. Le pidió un cigarro y se puso a fumar con ella.
— El pedo es que llegas tarde — dijo, acomodándose el sombrero de charro con todo y los dos cuernos de chivo — y para colmo, incompleta.
— ¿Lo dice por la cola de gato? — preguntó Lucía, como quien no quiere la cosa —. Ándele, hágame el paro de todos modos. No me gusta eso de andar lastimando animalitos. Y lo de llegar tarde, pues si quiere le doy otra cosa a cambio. Algo que pueda conseguir ahorita mismo. Un dedo mío, una oreja, lo que guste. Pero ya estoy aquí, patrón. Hágame la buena, se lo pido.
Él la miró de arriba abajo. Al menos eso pensó ella, pues carecía de pupilas y en su lugar nomás se le veían dos huequitos hondos. Liberó el humo del cigarro despacio, chiflando al mismo tiempo por lo bajo. Daba la impresión de encontrarse meditando el compromiso de Lucía, la petición que desde hace tanto tiempo que le hacía. Incluso antes de conocer sobre la cueva.
Alla abajo, a aquella hora, no era cueva, era la antesala de su hogar, el lobby al infierno, por ponerlo de algún modo, y los diablos menores se paseaban entre fronteras, aprovechando que la puerta se hallaba abierta. Llevaban consigo personas desnudas que quién sabe cómo lograban bajar hasta allá. Los traían amarrados, berreando, arrastrados por las patas hacia algo tan denso que los ojos de Lucía no podían distinguir nada más allá.
— Pos la neta que sí eres bien aferrada, mija — siguió hablando el que se mira con las pezuñas descalzas. Suspiró y se apagó el cigarro en la mano — Ya ándale pues. Chingui su madre, a ver, repíteme lo que quieres. Tienes que volver a pedírmelo en voz alta.
— Llévame al infierno contigo — respondió Lucia — a torturar al cabrón que se jodió la vida de Mayra. Porque nadie lo va a hacer como yo.
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