Hasta hacernos quetzal

Por: Antolina Ortiz Moore

Esa mañana encontraron cabezas en Veracruz. Lo supimos poco antes de que empezara la danza. Vamos a bailar de cualquier modo, dijo el caporal, pónganse listos, insistió, sin mirarnos a los ojos. Danzamos con las manos unidas sobre la espalda y con el mirar gacho. Hay tantas formas de rezar y yo necesitaba pedirle a los Ancestros. Tengo que volver a ver a mi padre con vida, le dije, suplicante. Y el caporal asintió, tras un silencio, y me dejó bailar, aunque las mujeres no bailan en Papantla. El caporal pegó los labios a la flauta y sonó la guacamaya. Entonó «El vuelo de los muertos» y, aunque mis pies no querían moverse, nos incorporamos. Mi corazón se quería romper con cada pulsar del toki-toki.

Cuando ascendimos al palo volador con nuestros listones, con nuestros trajes bordados, el sol me pareció tan alto. Los otros voladores treparon tras de mí. Nuestra piel se hacía de cartón. Estiré la blusa sobre mis muñecas y sobre mis pechos mientras apretaba los muslos. Dicen que las mujeres no sabemos volar. Así que oculté mi cabello y mis pezones para no ofender a los dioses ni a los hombres. Subí al cielo, repleta de luz. Me hice ave. Y el caporal tocó la «Guacamaya» mientras danzábamos con movimientos medidos sobre el extremo del palo, sin atadura. Cerramos los ojos para no imaginar que podíamos caer. Mi corazón latía con el toki-toki y con cada golpe, el mundo se alejó. Floté en lo alto, junto a la barriga del cielo.

Las madres del colectivo nos repitieron que encontraron cabezas en Veracruz. Cavaron la tierra como canes, sin descanso. Ahora miraban el cielo, cubrían sus caras, se protegían del sol, con la piel hecha cartón. Nos miraron desprendernos del palo, dando vueltas, como quetzales.

Sabíamos que el repelente ya no ahuyentaría a los moscos, en los pantanos de Boca del Río. Lo supimos justo antes de subir a volar, cuando nos dijeron de los muertos. Los del colectivo nos lo dijeron. Habían desaparecido sus hijos, sus hijas, y ahora sus familiares, enfermos de fiebre, andaban por la selva a tientas, buscando. Nadie quería encontrar. Sin embargo, encontraron las fosas bajo la tierra blanda. El caporal permaneció en la parte superior del palo. El sonido de su flauta saltó al aire con nosotros, y voló. El tambor fue la voz de los dioses que bajó lento a encontrarnos.

Desde lo alto las intuimos, las doscientos noventa y ocho cabezas, desde arriba, junto a las nubes. A veinte metros de altura, sobre el palo de los Voladores, mientras el caporal tocaba su flauta, mientras tocaba su tambor. Después supimos que sólo veintidós cadáveres de los doscientos noventa y ocho serían reconocidos por sus parientes. Los demás nunca lo serán. 

Desde lo alto sentimos el mar, la montaña y, entre las raíces de los manglares, el agua. 

Desde lo alto nos descolgamos, bendiciendo las nubes, como enredaderas enredadas de sol. 

Giré con la cabeza y el cuerpo colgando, sin moverme, dejando que la realidad se moviera. Mis pezones, mi sangre, mi cuerpo, pidiendo por mi padre. Subiendo al cielo: transformándonos en semilla, en sol, en agua para limpiar las penas, para limpiar las culpas y pedir las bendiciones de los Ancestros.

Los dioses le dijeron al hombre que bailara. Baila, le dijeron. Y el hombre bailó, con su pantalón rojo y su blusa de listones, con su gorra bordada de espejos, como un arcoíris, como una flor. El hombre solo —sin su mujer— sigue bailando, desde lo alto de su árbol ritual, pegado al cielo, pegado al sol, tocando su tambor, haciendo sonar su flauta. Trece veces gira; trece veces cuatro veces, giramos alrededor del palo, cincuenta y dos vueltas al sol, hasta que el tiempo se detiene y escuchamos la voz de los dioses. Es tan tranquilo el mundo cuando se está así, de cabeza, mirando cómo deviene el devenir. 

Abajo, los del colectivo callaban. Los hombres y las mujeres llegaron vestidos de blanco, con pañuelos naranjas y con la piel hecha cartón. Miraban al cielo, y al sol. Nos miraban en torno al árbol de la vida. «¿Dónde estamos?», decían en silencio los que no estaban. Como un can en la selva, los veo avanzar por el cielo. Y arriba, en medio de todo, y flotando, veo su camisa blanca. 

Bajamos al son del «Adiós». Bajamos en forma de rayos, en forma de loros. Pintamos el aire al bajar. Las familias se tapan del sol. Llevamos semanas, decían sus caras, buscamos con puntas de fierro, con picos, la tierra, olemos la tierra y aún no encontramos ese olor que no queremos hallar.

Esa mañana encontraron cabezas en Veracruz.

Cierro los ojos y el viento se mete en mi piel, los listones giran conmigo. No hay nada que celebrar, dicen las mujeres de abajo. Y me miran —quetzal— girando, me miran girar. No hay nada que celebrar, porque nos faltas tú, digo con ellas. Y giramos: trece veces cuatro, en el viento, en la piel, con la flauta, y con el coraje, con la impotencia en la piel, esta piel de cartón. Hasta hacernos aves. Hasta cambiar de canción. Pidiendo a los Ancestros, rogando porque este mundo enderece.

Fragamento del libro La violencia más allá de los ríos.

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