Roma

Por: David Noria

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Un tren ha bajado de Milán

en medio de la noche.

Todos somos canallas en Boloña

al menos una hora.

Boy Scouts –o lo que sea– inundan el vagón

atléticos, fanáticos, a su manera bellos.

Yo también recuerdo mis antiguas militancias

con líder carismático y altas colegiaturas.

Basta ya de tonterías. Yo voy solo

con mis legiones invisibles y pantalones largos.

El tren abre sus jaulas al alba

y nos suelta en un circo de polvo caliente.

¿Es esto África?

Busco la estación “Pirámides” del metro

entre palmeras que revientan el cemento

y un sudor que parece su resina.

Algo, a un tiempo angélico y bestial,

me crece como fauces, alas.

Pero, en verdad, este amanecer rosado

llena la copa de mis años mililitro a mililitro,

uno por cada esperanza que quemé para llegar aquí

y acaso un céntimo de gota

por cada vez que pronuncié tu nombre: Roma.

Insensible al ridículo de ser un turista más

–porque estaba escrito que hollaría tu suelo

desde mucho antes que se acuñara la palabra turismo–

heme aquí entre el recogimiento y la deshidratación,

presto a enlistarme entre tus despojadores.

¿Era una herejía ser feliz?

En la Librería Francesa, plaza de San Luis,

una joven parisina –aquí sí que sonríen–

me muestra un ejemplar de la revista

donde están publicados mis poemas.

En el Palazzo Altemps descubro

la estatuaria secreta de los griegos,

las capillas privadas del Duque,

los jardines colgantes de la curia.

Ah, san Juan Bautista,

invocado en la misa de la Basílica de San Pedro,

tú la antítesis de los cobardes,

acuérdate de nosotros:

todos estamos en la bandeja de plata de Salomé.

Ay de la mujer, ay del macho y su flaqueza.

En el último círculo del verano

mis vecinos del norte acaparan tus oasis. Bien les haga.

Lo que tú fuiste, Imperio de verdad,

ya no lo será nadie.

Mientras tanto la germanía

medra bajo tus pórticos,

lazarillos de sus amos, las pasiones.

Toda la cohorte de la naturaleza humana

puesta al servicio de seis, siete pintores del Seiscientos.

En ti desembocó el caudal de oro del Potosí

y a ti llegaron los mosaicos de plumas de Texcoco.

Nunca sabremos qué has catalogado

en la lista de la Caducidad y qué en la de la Eternidad.

Pero este carnaval debe seguir.

Y así, en el colchón de tus trapacerías y contrabandos

dormí el sueño de los justos

ni labriego siciliano ni señor lombardo

un roedor nada más

reduciendo con amor, oh Roma tan deseada,

las santas migajas de tu mesa.


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