Musarañas 03
Por: Francisco Segovia
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03.
Aphantasia : Lo imaginable y lo decible~
Aphantasia : Lo imaginable y lo decible ~ —Cierren los ojos e imaginen una manzana. ¿Ya? ¿La están viendo?… —¿Viendo, dices? Pues tanto como verla… no. Yo no veo la manzana. Podría decir que la pienso, pero no tengo en la cabeza una imagen de ella…
Según dice Yasemin Saplakoglu (What Happens in a Mind That Can’t ‘See’ Mental Images | Quanta Magazine), fue el neurólogo Adam Zeman quien en 2015 bautizó esta especie de “ceguera del ojo mental” con el nombre de aphantasia, un neologismo formado a partir del latín phantasia ‘aparición, imagen’. Esta palabra, a su vez, deriva del griego phantásein ‘aparecerse’ o phainein ‘aparecer’ y phantós ‘visible’, de donde, además de fantasía, provienen palabras como fantasma, epifanía, hierofante y hasta fenómeno. Añadamos, a la pasada, que el dios primigenio de los órficos era llamado Fanes, es decir “el resplandeciente”, y que la raíz indoeuropea de la palabra, bhā- ‘brillar’, dio por otro camino, también en griego, el prefijo photo- ‘luz’. Aunque técnicamente el neologismo de Zeman significa simplemente ‘sin imagen’, no deja de resonar en él la famosa a- privativa, como sugiriendo que lidiamos con una privación, una falta, una falla. Uno puede padecer aphantasia, pero lo contrario, la phantasia, no es un padecimiento: es la norma, lo normal.
Pero volvamos al hecho de que la manzana se hace presente también en la mente del que ahora los neurólogos llaman afantásico, aunque no lo haga bajo la forma de una imagen. ¿Cómo, entonces? Yo —que al parecer padezco de esta “falta”—, creo que lo hace bajo la forma de algo que, a falta de un mejor término, llamaré “palabra muda”, pues apunta al ámbito de la significación, a un significado que está ahí, de algún modo, en la mente del afantásico. Sospecho, sin embargo, que esta palabra muda está también detrás de la imagen del “fantasioso” (perdonen el término, pero ya me entienden); es decir, que está también en la mente de quien la imagina mediante imágenes visuales. Si les preguntáramos a ambos qué tienen en la mente cuando “imaginan” una manzana, los dos responderían: “Pues, obviamente, una manzana”. Sí, pero ¿puedes decirnos algo más? ¿Cómo es, de qué color, de qué tamaño? El fantasioso dirá probablemente que es roja, más o menos redondeada, de un tamaño tal que cabría en una mano, etc. ¿Y qué respondería el a-fantasioso? Básicamente, lo mismo. Ambos nos darían una especie de descripción o definición de la manzana. Es como si uno pensara en imágenes y el otro en palabras, de manera que el primero diría que sus sueños son como películas y el segundo diría que son como cuentos; sin embargo, ambos nos contarían sus sueños mediante un relato. Pero esto es sólo una metáfora para darme a entender. En realidad, la mayoría de los afantásicos sueñan en imágenes; lo que al parecer no pueden hacer es formar esas imágenes a voluntad; quiero decir, que no logran formarse adrede una imagen visible, pero quizá se formen una especie de imagen lingüística, o verbal, como acabo de sugerir.
De hecho, el experimento todo está mediado por el lenguaje, cosa que no parecen tomar suficientemente en cuenta los neurólogos. Aunque dicen que, al ver una manzana, la imagen viaja del córtex visual del cerebro hacia las regiones que procesan la memoria y el significado, y que, al imaginar la manzana, la información hace el recorrido inverso (a menos que padezca uno de aphantasia), me parece que por lo común no reconocen que el experimento sucede en un ambiente completamente mediado por el lenguaje, y eso tiene sus asegunes. Al abocarse a una imagen visual, el fantasioso debe adoptar una perspectiva y ver su manzana desde cierto ángulo, al que siempre le quedará oculta la parte posterior; el afantásico, en cambio, abocándose a esa especie de “palabra muda” que tiene en la mente, no opta por ninguna perspectiva, como dice Paul Ricoeur en Finitud y culpabilidad, sino que piensa la manzana como un todo y en todos sus sentidos. En cierto modo, al primero se le aparece el referente, mientras que el segundo se le aparece el significado. Pero, una vez más, a la pregunta de “¿cómo, de qué color, tamaño, forma?”, responderán de maneras semejantes. Y esto es así, me parece, porque la exteriorización de una experiencia subjetiva se hace siempre mediante el lenguaje y está siempre mediada por él. Es lo que los psicoanalistas, refiriéndose a los sueños, llaman “segunda elaboración”; esto es, no la aparición ante nosotros del sueño mismo (cosa que parece imposible) sino la del relato de ese sueño. Pareciera, pues, que el afantásico imagina en un ámbito ya gobernado por el lenguaje, mientras que el fantasioso tiene que dar un paso para llegar a él, traduciendo a palabras sus imágenes. Es como si la imágenes del fantasioso dependieran primariamente de la realidad mientras que las del afantásico dependieran primariamente del lenguaje. Y así, un neurólogo afantásico —pero también algo vengativo— podría llamar a la imaginación de los “normales” de varias maneras privativas: alingüe (sin lengua), infantil (en el sentido de in-fans ‘que no habla’), incluso, propiamente, fantasiosa; y a la condición podría llamarla: alogia (‘sin logos’, o sea, sin palabras). Para él, la “ceguera del ojo de la mente” sería “sordera del oído de la mente”. Y así.
Pero no se trata de eso, desde luego, de apostrofar al otro, sino de reflexionar sobre las maneras en que la mente se representa las cosas —las cosas en su sentido más amplio; quiero decir, no sólo las materiales, como la manzana, sino también las inmateriales, como el alma o el amor. Porque no me cabe duda de que, llegado el caso, también el fantasioso podrá tener en la mente una “imagen” no visual del alma; es decir, comprendería la palabra y la llamaría a su conciencia, donde aparecería, no de veras como un concepto sino, más bien, como un significado. La primera indicación de este escrito (“Imaginen…”) muestra el sesgo que los científicos tienen por el ojo: nos piden imaginar una manzana; esto es, ya de entrada, formar en la mente la imagen de una manzana. ¿Y si nos hubieran pedido, en cambio, que pensáramos una manzana? Hubiera sido una indicación más general, porque es lo que hacemos todos (afantásicos y no afantásicos) al convocar a nuestra mente cosas materiales o inmateriales. Si imaginamos el amor, lo que hacemos es pensar en él, sin imágenes visuales de por medio.
En un viejo libro de ensayos (Retrato hablado) me ocupaba yo de la preeminencia del ojo en el pensamiento occidental (aunque creo que esa preeminencia es universal), donde los filósofos han dicho siempre que el que ojo es “el sentido más inteligenciado”. Ahí mostraba yo que la rivalidad entre el ojo y el oído era sólo entre ellos dos (y no entre cualquiera de ellos y cualquier otro sentido) porque ambos podían volcarse hacia una especie de “otro mundo”, distinto del de “la realidad”: el mundo de la significación. El ojo, que ve la realidad, también ve los sueños; el oído, que oye la realidad, también oye el lenguaje. A la tensión entre percepción y significación dedica Ricoeur la primera parte de Finitud y culpabilidad, donde en algún momento habla de “esa propiedad característica de toda significación, que consiste en desbordar toda compleción perceptiva real: cuando yo significo, digo más de lo que veo”. Rilke diría que el mundo así mirado es “el mundo interpretado”. Lo mismo dirían algunos neurólogos y filósofos modernos, aunque sin llevar el agua hasta el molino de la significación. Porque para ellos esta “interpretación” es poco más que un mecanismo de filtración y adecuación de la información que recibe el cerebro, una selección adaptativa de lo percibido a las posibilidades funcionales del sistema. Dicho de otro modo, la “interpretación” de los neurólogos es otra manera de mentar la plasticidad cerebral, sin necesidad de que intervenga el plano del sentido. Para ellos, el cerebro interpreta cuando convierte unos valores en otros (como hacemos al convertir 1+1 en 2), cosa más cercana a la transliteración, que va de código a código, que a la traducción, que va de sentido a sentido, como hace un traductor cuando toma un poema del inglés y lo traduce al español.
Algunos lingüistas (Sapir, Wolff) han concebido la lengua como un filtro que media nuestra relación con el mundo; esto es, como una especie de sentido extra al que el cerebro presta tanta atención como a los otros cinco. A los ojos de Ricoeur, se trataría de un sentido que percibe la manzana sin una perspectiva determinada y la interpreta en un ámbito propiamente significativo; es decir, en un ámbito donde la manzana aparece en toda su significación, sin un punto de vista, mirada a la vez de frente y del revés, de frente y de perfil, por arriba y por abajo, físicamente completa y, además, en sus acepciones metafóricas o culturales (la manzana de Adán y Eva, la que se le quedó a Adán atorada en la garganta, la de Robin Hood, etc). Rilke diría que este sentido extra ve la manzana tal como es; es decir, como infinita —infinita y, sin embargo, “visible”; es decir, decible. Lo mismo dijo en su día William Blake: “Si las puertas de la percepción fuesen purificadas, todo aparecería ante el hombre como en verdad es: infinito”. Quizá el lenguaje sea la pira de esa purificación.
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