Una nana para Natanael
Por : Sergio Hernández Roura
Ni duda cabe que la infancia es el país del miedo. Quien podría confirmar esta afirmación es Natanael, el protagonista de El hombre de la arena de E.T.A. Hoffmann. El hecho de que lo enviaran a dormir temprano y le dijeran que estaba por llegar el Arenero fue sin duda el inicio de su desgracia. Se podría suponer que se trata de una exageración, sin embargo, en sus tiempos no existía la versión edulcorada del personaje, ese anciano bonachón que en las caricaturas lanza polvo brillante a los ojos de los niños para que se duerman. La respuesta con la que su curiosidad fue premiada sirvió de invocación de un sinfín de horrores: “Es un hombre muy malo que viene a buscar a los niños que no quieren ir a la cama y les arroja puñados de arena a los ojos, hasta que saltan sangrando de sus órbitas. El hombre de la arena los recoge, los mete en un saco y se los lleva a sus crías como alimento. Éstas tienen su nido en la luna, sus picos son curvos como los de las lechuzas y con ellos picotean los ojos de los niños desobedientes”.[1] La explicación que le da la nana de su hermanita, como puede suponerse, lejos de tranquilizarlo pareciera haber marcado el final de su infancia y la imagen es tan poderosa que derrota las serenas palabras de su madre, quien busca calmarlo explicándole que en realidad es algo que se dice para hacer que los niños se duerman.
¿Cómo podría entregarse plácidamente al sueño un niño conociendo que mientras duerme hay una criatura horripilante rondándolo? La parquedad en cuanto a los detalles resulta tan abierta y sugestiva que es posible imaginarse lo que sea. Esto lo podemos comprobar en el cortometraje The Sandman (1991), en el que el director Paul Berry muestra al personaje como un ser emplumado de nariz y mentón con forma de luna y a sus hijos como unos horrendos polluelos. Pero al leer ese pasaje podríamos dotarlo de afilados dientes, unos ojos inyectados en sangre, como versa el lugar común; varias cabezas, muchos ojos o lo que se quiera imaginar, porque al fin y al cabo cada quien le pone rostro a su miedo. Sería bueno reflexionar en la manera en la que nos enfrentamos a la oscuridad tras haber visto, leído o escuchado una buena historia de miedo, porque en ese momento lo que pareciera ya superado vuelve a tomar el control y no parecen tan irracionales las presencias que forman los objetos cotidianos una vez que la oscuridad los ha hecho perder su definición, las miradas intensas que proceden del armario abierto o la certeza de que algo se agazapa debajo de la cama. Pero bueno, es momentáneo. Podemos estar tranquilos, porque no somos Natanael, quien observa con pavor que la hora de dormir coincide con la llegada del misterioso Coppelius a reunirse con su padre.
De la trama no diré más para que disfrute de este cuento quien no lo ha leído. Simplemente me gustaría subrayar el uso de los temores infantiles como punto de arranque de uno de los cuentos fantásticos más importantes del siglo XIX. Sobre todo porque nos acompañan toda la vida, aun cuando nos disfracemos de adultos.
Existe la consigna de que para suscitar el escalofrío es necesario crear atmósferas. Se sabe que para ello se puede recurrir a todas aquellas cosas que enfrentan al ser humano a su propia vulnerabilidad y finitud: la furia de los elementos, por ejemplo, ya sea terremoto, tormenta, huracán, avalancha, etc.; es decir, aquello que nos remita a la sensación de peligro. A esto habrá que añadir la oscuridad, que tiene la virtud de engrandecer todo lo mencionado, porque no permite ver directamente la amenaza e impide razonar con claridad. ¿Y qué mayor oscuridad de que lo desconocido? Ante ello no queda sino reconocer la impotencia. En este caso, Hoffmann nos enfrenta magistralmente a un horror que viene de la ausencia de contornos, la indefensión ante ella y, por supuesto, de la evidencia apenas entrevista de que nuestras acciones no son el producto de nuestra voluntad; algo que además se hace más aterrador cuando lo imposible brota de repente en los terrenos de lo cotidiano. Sin embargo, la que se lleva las palmas es la nana de la hermana de Natanael, que se revela como una estupenda narradora de historias de miedo porque demuestra que menos es más.
El vocablo “nana” se emplea también para referirse a una canción de cuna. No cabe duda que en este caso el arrullo era la puerta a un sueño poblado por dulces pesadillas.
[1] E.T.A. Hoffmann, Cuentos. Ed, introducción y notas de Emilio Pascual. Madrid, Cátedra, 2014, p. 347.
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