Constantin Barbu: Las diez elegías que acaban con la poesía
[Barbu, Constantin, Las diez elegías que acaban con la poesía / Cele zece elegii care sfîrșesc poezia, traducción de Carmen Bulzan, Independently Poetry, Colección Cima, 2022.]
Por: David Noria
I
Hay un arte de iniciados tras los versos de Constantin Barbu. Hermético y ocultista, devuelve a la poesía su condición primaria de ensalmo o encantamiento. De allí esa extraña música, a la vez lamento y réplica a una cuestión que queda implícita a lo largo de su libro, y que en primera instancia parecería ser la de la ausencia o el vacío. Viendo más de cerca, sin embargo, se revela la naturaleza filosófica del concepto principal de la obra: el no-ser. Invención de la metafísica griega retomada por la teología –a un tiempo juego de palabras y abismo del intelecto–, se trata de una categoría que, después de numerosas revoluciones científicas, para usar la expresión de Thomas Kuhn, sigue acechando al pensamiento y que estrictamente no debe confundirse con la experiencia de la muerte pues, si cabe, el no-ser es más voraz todavía. Esta fórmula incendiaria le permite a Barbu desplegar una fantasía negativa. Su poesía entonces canta el reverso de las cosas, su anterioridad eterna o suspensión, su aniquilación implícita, su virtualidad desde el punto de vista de la razón. El poemario del rumano Barbu me ha hecho pensar en el certamen poético entre Aimeric de Peguilhan y Albert de Sisteron celebrado alrededor del 1230, y que abrevio:
–Hago lo que ningún otro hombre hizo: un certamen sobre lo que no existe. Sobre cualquier otro tema tú me responderías fácilmente, pero quiero que me respondas a la nada, y este será el certamen de la nada.
–Señor Aimeric, me parece que a toda cuestión hay respuesta, pero ¿quién responde sobre lo que no es? La nada se paga con la nada, y me callo.
–Albert, callarse no es decir verdad ni mentira. La nada tiene un nombre, entonces si lo nombras hablarás de algo.
–Señor Aimeric, no te escucho decir nada que tenga ser. Locura se responde con locura, y buen juicio y sabiduría a lo que tiene sentido. Respondo a no sé qué, como quien se pone en una cisterna: ve sus ojos y ve su cara, se llama y será llamado por él mismo, pues no ve a nadie más.
–Albert, yo soy ése precisamente, el que llama y ve su cara, y tú eres la voz del que responde, puesto que yo hice la primera llamada. Ahora bien, el eco es la nada, entonces no hiciste nada al responder así.
–Señor Aimeric, conoces el arte de entrelazar palabras, todos te lo celebran aunque no te entiendan, ni te entiendas tú mismo. Yo saldré de este modo de razonar, y tú te quedarás atrapado. Yo te respondo, pero no te digo nada que exista.
–Te diré que la nada es visible: si ves fijamente un río desde el puente, tus ojos te dirán que avanzas sin cesar y que el agua que corre está inmóvil.
–Señor Aimeric, así avanzas tan poco como la rueda del molino sobre el agua, que se mueve todo el día y no avanza nada.
Este certamen de los trovadores, esta tenzos de non re o “certamen de la nada”, ejemplifica –por no decir que funda– la categoría de fantasía verbal en que se inscriben Las diez elegías que rompen con la poesía del prestidigitador Barbu. Sin duda se trata de un tipo de creación raro y preciosista, pero no por un vocabulario exquisito y libresco, sino por el razonamiento, como le dice Aimeric a Albert. Como en la tenzos, las elegías nihilistas de Barbu conforman una caja de ecos, un movimiento que no se mueve, una serie de paradojas y de acertijos irresolubles, cuyo emblema bien podría ser uno de los primeros versos de su obra: “la no abierta rosa”.
II
Sin embargo, no son disparos al vacío. Barbu tiene un objetivo y ha hecho de la nada y sus razonamientos una especie de arma o, mejor, de incienso que se quema en un altar prohibido. Atraviesa todo el libro una figura femenina, Angela, a la vez interlocutora imposible y tema de formulación del poeta, que no en balde evoca en un pasaje a Dante y a Beatriz. Así, las elegías de Barbu se erigen en sistema de amor/antiamor, que en su canto de separación ve desaparecer a todo el mundo en una gran conflagración del ser. La particularidad de estas elegías, precisamente, consiste en que no se personalizan, sino que alcanzan dimensiones cósmicas o acaso sería mejor decir caóticas. Así como Beatriz es para Dante un símbolo del orden del mundo, Angela sintetiza la certeza en una especie de no-orden fundamental, de implosión siempre recomenzada. No es casual que la poesía sobre la nada nazca en el seno de la tradición de los trovadores, para quienes la ausencia de la mujer es ausencia de vida; como tampoco es casual que, en reacción a esa herejía trovadoresca, como ha sostenido Jacques Roubaud en La fleur inverse, Dante haya postulado un ser femenino pleno e incorruptible, sinónimo del todo. ¿No está Barbu, con su poesía, dando pasos por el camino opuesto que Dante?
“Homenaje al vacío” lo ha llamado su autor. Por sus elegías desfilan, como en el poeta Lubicz-Milosz, las cohortes de la caducidad, de los emperadores de Bizancio a los átomos de las estrellas en colisión, no ya en un estilo parnasiano y pomposo, sino seco y sibilítico, algo como una lengua propia, insumisa y terrible, que profiere visiones e incluso maldiciones con una rara autoridad, ciertamente proveniente del pozo de los siglos. Su lectura se asemeja pues a mirar fijamente la corriente de un río y perder la noción de la realidad, ignorando ya qué se mueve y qué permanece inmóvil; qué es vida y qué el sueño de la nada; un fármaco de letras, algunas sílabas bañadas en veneno sagrado.
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