Carnicero

Por: Mauricio Embry

Acababa de abrir un atún en la cocina cuando escuché los gritos. Me asusté tanto que, sin querer, me corté el dedo con la lata y unas manchas rojizas quedaron flotando sobre el aceite de girasol. Los gritos no parecían hechos con cuerdas bucales, sino con la barriga. Eran gritos ventrílocuos, casi arcadas. De esas arcadas que te dan cuando ya has vomitado todo, pero el asco insiste en sacar de tu cuerpo hasta la última gota de bilis. Los chillidos venían desde el living y solo podían ser de la señora Laia.

Vivía con ella hacía nueve meses. Le arrendaba una pieza de estudiante en Barcelona en la que intentaba escribir, convencerme a mí mismo de que no era un fraude y terminar, por fin, esa novelita de mierda que se negaba a avanzar y que yo, como un imbécil, creía que me llevaría a la fama. La pieza era enana y no tenía ventilador, pero me encantaba. Aunque sabía que en unos meses más habría otro como yo durmiendo ahí, era de las pocas cosas en la vida que sentía mías. Nunca supe por qué. Tal vez, precisamente, porque era ajena. Eso me convertía en un usurpador y aquello me gustaba. Me sentía una especie de Napoleón que anexaba territorios sin pudor, conquistando los secretos de esos otros que existieron antes que yo y que usaron las mismas sábanas, trabajaron en el mismo escritorio y se pegaron contra el mismo velador cuya posición, pegada a la cama, lo hacía preciso para constantes remates de cabeza. Continuamente me preguntaba cosas sobre ellos: ¿Cuántos habían sido borrachos? ¿Cuántos pasaron noches angustiosas preparando exámenes que luego reprobaron? Y, lo más importante, ¿quién era el que se había masturbado, dejando esas manchas pegajosas sobre el piso flotante?

Al principio, dudé si ir a ver qué pasaba. Había alcanzado a escuchar que la señora Laia hablaba con alguien y pensé que estaba peleando con su novio mexicano con el que se quedaba hablando por Skype todas las noches. Pero entre sus gritos y sollozos, me di cuenta que hablaba por teléfono y decía algo sobre su hijo. Una vez que colgó, los sollozos fueron en aumento. En ese momento me decidí y, a pesar de estar con resaca, andar en calzoncillos y tener aún la almohada marcada en la cabeza, corrí en dirección al living a toda la velocidad a la que mis pantuflas de perro me lo permitían.

Era extraño para mí hablar con la señora Laia. Siempre nos habíamos llevado bien, pero fuera de intercambiar saludos por la mañana y habernos hecho un regalo de navidad que compramos por deferencia (yo le di un pañuelo rosado y ella a mí unos calcetines con rombos), prácticamente no nos relacionábamos. Ella tenía casi setenta años y le gustaba la intimidad: se encerraba todas las tardes en su pieza a ver partidos del Barza en la tele o a escuchar las rancheras que le dedicaba su novio mexicano. No parecía entender las distancias que existen en América Latina. Es más, parecía costarle entender que América Latina no era solo México. Cuando le comenté que venía de Chile, me preguntó si quedaba cerca de Jalisco. Preferí no discutirle y le dije que estaba más hacia Veracruz. Pareció contenta con la respuesta y fue de las pocas veces que me sonrió. A mí también me gustaba la intimidad, así que, cuando ella andaba cerca, prefería irme a mi pieza. No era difícil saberlo. La pobre avanzaba con dificultad, como arrastrándose y tropezándose con cada mueble que había a su alrededor, respirando con un sonido profundo a lo Darth Vader, y silbando siempre la Malagueña Salerosa.

Al verme aparecer, la señora Laia dejó de gritar, se limpió las lágrimas y se quejó de que la alergia de primavera le irritaba los ojos. Yo no respondí y me quedé mirándola por unos segundos. Ella se levantó del sillón para buscar una taza de café que tenía en la mesa de centro. Su mano temblaba. Me acerqué a ayudarla, pero no alcancé a llegar y la taza se le resbaló de las manos, derramando el café sobre la alfombra. En lugar de limpiarlo, tiró con rabia al suelo también el platillo, que rebotó contra el piso y le golpeó sus piernas con várices. No pudo más y se puso a llorar con esos gritos tipo arcada que había escuchado desde la cocina. “Mi hijo”, repetía, “es mi hijo”.

La abracé sin decirle nada y sentí cómo el pellejo suelto de sus brazos me rodeaba la cintura. Su pellejo me había llamado la atención desde que la conocí. Parecía una mezcla de grasa de pollo y piel de culebra. Poco a poco, ella subió sus manos temblorosas hasta llegar a mi cabello ralo y me acarició la coronilla desnuda diciendo: “Qué guapo eres, qué guapo eres”. Siempre me gustó eso de que en Cataluña te dijeran “guapo” por cualquier cosa. La primera vez que ella me lo dijo, la había ayudado a cargar una bolsa de verduras que compró en Mercadona. Lo peor es que lo tomé en serio y esa tarde estuve horas mirándome al espejo. En mi mente, los bíceps caídos se transformaron en pirámides y los michelines en un six pack a lo Brad Pitt en El Club de la Pelea. La alegría me duró hasta que le dijo lo mismo al turnio que llegó a ocupar la pieza de al lado.

Cuando dejamos de abrazarnos, ella se limpió de nuevo las lágrimas con la bata de levantarse. Las palabras comenzaron a salir de su boca sin detenerse. Habló de quimioterapia, de metástasis y de operaciones de pene. De muchas operaciones de pene que no habían resultado. “Me llamó para que lo perdonara por lo que iba a hacer”, me dijo, “pero ya no puede más del dolor”. Se sentó en el sillón de nuevo y comenzó a murmurar una vez más: “es mi hijo, es mi hijo”. Ya no me hablaba a mí. Parecía hablarse a sí misma, convenciéndose de que no soñaba, de que la llamada era cierta y de que, si tomaba el auricular del teléfono, aún estaría caliente.

Me ofrecí a hacerle un té mientras ordenaba mis pensamientos. Tenía que decir algo, pero qué podía decir después de lo que me había contado. Siempre he odiado las frases como “todo va a estar bien”, “mucha fuerza” o “lo siento mucho”. Son frases que se repiten sin pensar, como un niño rezando el Padre Nuestro en una aburrida misa de domingo, mientras imagina a sus amigos jugando afuera de la iglesia.

La tetera comenzó a chiflar cuando la señora Laia entró a la cocina. Traía consigo un libro con tapas amarillas que apretaba con sus manos como si fuera el anillo único de Frodo. Parecía recuperada. Ya no lloraba. Ahora sonreía, pero no con los labios, que mordía sin parar con sus incisivos hasta sacarse sangre, sino con los ojos. Tenía un brillo en los ojos que la hacía parecer más joven, aunque tal vez fuera solo por los rayos de sol que entraban por la ventana, transformando en verde sus ojos normalmente pardos. “Mi hijo es poeta”, me dijo pasándome el libro, que recibí como recibía una promoción de hamburguesas en la calle. “Léelo, quizás te sirva de inspiración”. Se despidió con la mano insistiendo en lo guapo que era yo y se encerró en su pieza a escuchar rancheras.

Al abrir el libro, lo primero que me fijé fue en la foto de la solapa. El sujeto tenía poco pelo, barba y sonreía. Se veía buena gente y parecía cuerdo. No tenía cara de escritor. No usaba lentes ni se había puesto la mano en la barbilla en posición intelectual. Buena señal. Me pregunté qué tipo de cara tenía. Podía ser de ingeniero, pero su barba estaba dispareja y un ingeniero se la habría recortado en una barbería hipster. Tal vez de agente inmobiliario, aunque tenía una mirada demasiado honesta para eso. Entonces, me fijé en sus manos, que tenía apoyadas sobre un escritorio de madera. Eran grandes, rudas, fuertes. Parecían las de un carnicero. Eso me animó. Quizás escribía como un carnicero: con vísceras en las manos, machacando muslos, cortando nervios. Entusiasmado, me lancé a la lectura del libro.

Primer poema: una estrella fugaz. Arrugué la nariz. Segundo: una comparación entre el mar y unos ojos azules. Mi párpado izquierdo comenzó a temblar. Tercero: rosas rojas y un par de zorzales volando. Cerré el libro y me tomé la cabeza para masajear mis sienes. En mi mente, apareció la imagen del tipo en una camilla, con la entrepierna ensangrentada, escribiendo sin parar en el computador con la esperanza de que las palabras que esparcía sobre el papel llegaran a los ojos de alguien. Ese alguien era yo. Y sus poemas eran de lo peor que había leído en mi vida. No escribía como carnicero. Escribía como un artista de canciones pop. No tengo nada contra las canciones pop, pero en la música acepto frases que en un poema me darían ganas de vomitar. Me gusta cuando Cerati canta a todo pulmón: “decir adiós es crecer”. También me encanta Scorpions, a pesar de que el coro de una de sus canciones sea nada más que la repetición incesante de una frase tan arrastrada y mamona como “aún te amo”. Pero, cuando leo un poema con pajaritos volando y crepúsculos arrebolados, siento como si me pegaran una patada en las pelotas.

El hijo de la señora Laia pronto moriría. Y todo su esfuerzo, todo su legado, toda la huella que iba a dejar en este mundo serían esos poemas de mariposas y pajaritos volando. ¿Cuántas horas de su vida había consumido en eso? Horas que podría haber aprovechado de estar con su madre, hacerse un tatuaje o tomar un curso de manicurista por internet. Hasta ver una serie en Netflix habría tenido más sentido. Pero no, decidió llenar páginas en blanco, creyendo que su cosmovisión del arcoíris pasaría a la posteridad, y que su librito de tapas amarillas estaría algún día en una librería junto a García Lorca, Baudelaire o Pizarnik.

Fui a la cocina por otro atún. No tenía nada con qué acompañarlo, así que lo comí directamente de la lata. Sobre el lavaplatos, estaban los cubiertos del turnio de la pieza de al lado. El tenedor tenía pegoteado esa mancha amarillenta y viscosa que siempre adornaba todo lo que el turnio tocaba. Casi nunca lavaba la loza y, cuando lo hacía, era a la rápida, así que teníamos que lavarla de nuevo para despegar las manchas. Nunca supe qué eran, pero parecían papilla de guagua. Para no tener que masticar, seguro. Así de pajero era el turnio. Saqué la primera cucharada de atún y escuché la respiración de la señora Laia y su silbido. Si me preguntaba por el libro, no iba a saber qué responderle, así que intenté irme lo más rápido posible, con tan mala suerte que me la topé justo cuando ella iba entrando. Me saludó con la cabeza, yo hice lo mismo y salí caminando hacia el pasillo. Estaba a punto de lograr mi escape cuando escuché que me decía: “Oye, no te vayas”. Me quedé petrificado y solo atiné a sonreír. “¿Pudiste leer los poemas?”, preguntó con los ojos brillantes. Bajé la mirada hacia mis pantuflas de perro. A una le faltaba un ojo. Sentí que pasaron como cinco minutos en los que me quedé en silencio, aunque seguro fueron unos segundos. Cuando pude reaccionar, apreté los puños y le dije sin despegar la vista de la pantufla tuerta: “Sí. Impresionantes”. No le había mentido, me había impresionado lo malo que eran.

Esa noche decidí seguir escribiendo la novelita que, según yo, me llevaría a la fama. Estaba en el clímax de la historia. El héroe y el villano se encontraban. Tenía que haber tensión narrativa, una revelación que cambiara el giro de los acontecimientos, además de conseguir que el lector empatizara con el villano, comprendiendo que sus actos obedecían a su terrible pasado. Antes de empezar a escribir, tomé un poco de agua de manzanilla para inspirarme. Desde que había leído que Bolaño tomaba manzanilla mientras trabajaba, empecé a hacerlo yo también. Claro, él lo tomaba porque se estaba muriendo de una enfermedad al hígado, pero yo estaba convencido de que ahí radicaba la genialidad de su escritura.

Aplasté con mi dedo índice la primera letra. Creo que era la “t”, de “traidor”. ¿O era la “m”, de miedo? No estoy seguro. Lo que sí sé es que, en ese momento, el libro de tapas amarillas se cayó del estante en que lo había dejado, aterrizando justo sobre la letra “f”, de “fraude”. Sentí un calambre en la guata. La fotografía de la solapa me miraba y yo no podía dejar de imaginar que, a esa misma hora, quizás, el hijo de la señora Laia, cansado del dolor, estuviera apretando el gatillo, dejando que sus sesos quedaran desparramados sobre un poema de una cuncuna que se transforma en mariposa. Puse el libro arriba del estante de nuevo, preocupándome de dejarlo debajo de otro para que se sujetara mejor. Continué escribiendo y esta vez completé una frase entera. Acababa de poner el punto seguido cuando el libro volvió a caerse sobre el teclado, empujando también al que había puesto encima, que me cayó en las bolas. En la pantalla quedó marcada de nuevo la letra “f”.

La fotografía de la solapa ya no sonreía. Meneé la cabeza, como cuando despierto por las mañanas. Tal vez debía descansar un poco. Estaba empezando a imaginar cosas. Pero no quería dejarlo en la mejor parte. Puse el libro sobre la cama y seguí escribiendo. Y escribí, escribí y escribí, aunque, de reojo, no podía dejar de mirar la fotografía de la solapa. Bebí un poco más de manzanilla y revisé lo que llevaba escrito. El panorama era terrible. La tensión narrativa era nula y los diálogos del villano parecían salidos de una película de James Bond. Faltaba poco para que explicara en detalle su malévolo plan de conquistar al mundo mientras acariciaba un gato sobre sus rodillas. Barra de herramientas, seleccionar todo, borrar. Decidí escribir otro capítulo distinto y continuar con ese otro día. Era el pasaje en que la chica de la historia descubre las mentiras del protagonista. Cuatro horas y un culo dormido después, decidí revisarla. No había remedio: ahora los diálogos parecían salidos de una comedia romántica con Adam Sandler.

Después de todo, yo tampoco escribía como carnicero. Escribía como un mal guionista de Hollywood. Y a un guion de Hollywood se le aceptan cosas que en una novela serían como una patada en las pelotas. Miré la foto de nuevo. El tipo había recuperado su sonrisa y parecía a punto de soltar una carcajada. De un golpe cerré el computador y me fui a dormir.

Esa noche soñé que escribía. No era la novelita que me llevaría a la fama. Era otra que yo no podía leer. En el sueño, escribía a mano con una pluma, usando una tinta espesa que sacaba de un recipiente de loza. De pronto, la tinta se transformaba en un líquido café, en el que flotaban las cabezas de varios zorzales degollados, y el recipiente, en la entrepierna ensangrentada del hijo de la señora Laia, que me miraba sin parar de reír. Al poco rato, se levantaba y se disparaba con un revólver. De su cabeza salía un arcoíris que caía sobre el papel, dejando al descubierto su contenido: la letra “f”, repetida infinitas veces.

Desperté con el típico sobresalto que tanto detesto. Ese en el que sientes que bajas una vereda y te caes. El espasmo hizo que azotara de nuevo la cabeza con el velador. Prendí la luz y tomé el libro de tapas amarillas. En la fotografía, el tipo estaba serio. Sentí un nuevo calambre. Empecé a pasar las páginas del libro una a una. Terminé leyendo sin parar todos los poemas del hijo de la señora Laia. Ya empezaba a amanecer cuando me di cuenta de algo. En todos había una referencia al sexo. Desde el más evidente (un volcán a punto de explotar) hasta pájaros o insectos volando y polinizando flores. Recordé la imagen del tipo escribiendo con la entrepierna ensangrentada y los pelos de mi nuca se erizaron, como si alguien me hubiese puesto hielo en la espalda. Sí, era un carnicero después de todo. Y compararme con él era inevitable. En lo que yo escribía no había pajaritos volando. Había personajes alcohólicos, sin trabajo, psicópatas. Pero ¿y yo? ¿Qué hacía yo mientras escribía eso? Bueno, yo andaba con mis pantuflas de perro bebiendo una manzanilla con miel.

Algunos días después, me topé a la señora Laia en la puerta de la casa. Me recordó que tenía ropa colgando en el tendedero. Le di las gracias y estaba a punto de irme al bar en el que me esperaban unos amigos, cuando me dijo: “Mario ya se fue”. Al principio, pensé que se trataba del turnio. Nunca supe su nombre y no lo había visto desde hacía unos días, así que asumí que había vuelto a su país. Con una enorme sonrisa le dije: “Qué bueno”. Ella se quedó en silencio y volvió a repetir: “te digo que Mario ya se fue”. La entrepierna ensangrentada apareció de nuevo en mi mente. Corrí a abrazarla y, mientras sentía su pellejo en mis manos, volví a decirle al oído “Qué bueno”. Ella me apretó con más fuerza y repitió también: “Sí, qué bueno”. Desde su pieza, se escuchaba el final de una ranchera mexicana que no pude reconocer.

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