Sala de retratos: Julio Torri

Emilio Abreu Gómez //
De su libro Sala de retatos. Intelectuales y artistas de mi época

Todavía, a la vuelta de una esquina, o en la sombra de una plazuela mitad india y mitad española, oímos, al atardecer, la popular melodía que nuestros abuelos oyeron con singular embeleso.
 
Las bicicletas que llegaron de París y Nueva York…
 
En este momento vemos una bicicleta que se desliza rauda, como saeta plateada, entre los coches de la avenida. Por ahí va; se quiebra, ondula, se detiene, avanza, aparece, desaparece; dobla, sigue; se aleja, se acerca; nos va a embestir y nos escurrimos delante de ella. —¡Qué bárbaro! —dicen unos. —¡Qué ágil! —dicen otros. —¡Es un rival de Tom Mix! —añaden los demás allá. —¡Este hombre sabe más que Robledillo! ¡Parece pegado a su bicicleta! —comentan los que están junto a la acera —¡No lo alcanza nadie! —chillan, desde un balcón, algunos curiosos. —¡Ee, usted, deténgase! —le grita un gendarme blandiendo en alto el anacrónico garrote.
 
Pero ni el ciclista ni su bicicleta tienen oídos en esta hora del medio día en que es preciso tragar leguas y burlar obstáculos para poder llegar a una cita o para poder huir de otra. Pero ¿quién puede ser este peripatético y excéntrico señor que así provoca admiraciones y censuras a su paso? ¿Quién puede ser?
 
Ahora, muy orondo, acaba de desmontar su indómito y mecánico caballo. Se acomoda, en el mostrador donde despacha una linda horchatera y pide, con voz tímida poniéndose colorado:
 
—Señorita, por favor, perdonando la molestia o la impertinencia, señorita, por favor, tenga a bien servirme con sus manos una jícara doble de agua de anís endulzada con miel. Deme además unas dos o tres rosquillas de canela, si es que las tiene y no es pesadumbre para su gentil persona. (Los epifonemas en nuestro sujeto, son frecuentes.)
 
La interfecta, de lindo palmito, pero de fruncido ceño, sirve al parroquiano y le dice, entre desabrida y melosa:
 
—Está usted servido señor; pero págueme de una vez que hay mucha parroquia y yo tengo que hacer.
 
El aludido mete los sagrados dedos larguiruchos en los bolsillos del chaleco de piqué (muy a lo D. Justo) y saca una moneda que reluce (de esas que ya no hay) y se la ofrece a la vendedora diciéndole:
 
—Cóbrate con esto, rechula.
 
La rechula se cobra y cuando retorna con el cambio, el caballero de nuestro cuento replica.
—Quédate con el cambio linda y hasta después.
 
La otra que está a punto de dar las gracias a tan rumboso galán, se queda con la palabra en la boca, porque el sujeto, diestro como un charro del Bajío, monta en su jaca bípeda y se escurre de nuevo entre la babilonia de viandantes, coches y demás estorbos callejeros.
 
Llega a la puerta de la facultad exactamente cuando tocan las campanas de entrada. Arrima a la pared su coche y entra cabizbajo, llevando entre las manos un cartapacio con libros y papeles. No saluda. Los alumnos ocupan todos los lugares del aula. Pasa lista a media voz. Apunta o no apunta asistencia y faltas. Eso nadie lo sabe, va tan de prisa su pluma sobre la libreta. Luego, sin levantar los ojos, empieza diciendo:
 
—Ayer hablábamos de los orígenes de la novela medieval.
 
Apuntemos algunos datos que estimo son útiles para ordenar nuestro conocimiento y nuestro juicio sobre la materia.
 
En este momento una chica se atreve a interrumpir la clase:
 
—Perdone usted, maestro, pero usted nos prometió hacernos, ahora, una síntesis de las teorías sobre el género novelístico en el siglo xiii. Los compañeros, por mi conducto, se lo recordamos, si a usted no le es molesto.
 
Al maestro se le pone colorada la cara; se le traba la lengua, se le anuda la garganta; tose, carraspea, modula una voz que pugna por salir pero que al final se traduce en desabrido y molesto chillido.
 
Un alumno en voz baja dice:
 
—Hable, no cante.
 
El maestro hace como que no oyó la majadería y empieza su explicación. Es una explicación sabia dicha sin énfasis, con claridad de ideas, con seguridad erudita, con aplomo lógico, con exactitud documental, con pleno dominio de la materia. Los conceptos van saliendo envueltos en las palabras más pulcras y más discretas.
 
El cuadro es analítico en trechos, sintético en ocasiones. Todo lo que dice es justo y cabal. Los alumnos toman, respetuosos, sus notas. Ninguna palabra se pierde: todas pertenecen a un sistema que el autor conoce. Cuando más entusiasmado está en su exposición suena la hora. La clase ha terminado. El maestro, tímido, enrojeciéndose otra vez, frente a los chicos, se levanta, cierra su portafolio; baja de la tarima y desaparece por el corredor ya en penumbra de la facultad. Algunos alumnos le saludan. Él contesta con leve inclinación de cabeza; no sabe si sonreír o mantenerse hierático como alguien, muy diestro en simulación, le ha aconsejado. Pero él no es sino un hombre bueno, sencillo y sabio. Por eso opta por sonreír sin dar mayor importancia a su maestría ni a su fama. Ya en el zaguán, cuando toma por el manubrio su bicicleta y se dispone a montar se le acerca una muchacha guapa, la más guapa de su clase y le llama:
 
—Maestro, perdone pero yo quisiera conservar un recuerdo de usted. Este su libro lo he leído muchas veces. Me encanta por la claridad de su estilo, por la gravedad de sus temas. ¿Quiere usted maestro, quiere usted dedicármelo?[1]
 
Y el maestro, más rojo que nunca, tan rojo como la luz de la
calavera de su bicicleta, saca su pluma, abre el libro y con mano
temblorosa escribe:
 
A Julio Torri, con todo afecto, recuerdo de… —¿Cómo se llama señorita?
 
—Julia Gonzága, maestro…; pero…
 
Y el maestro firma, distraído, Julia Gonzága; y entrega el libro a su ingenua y sabia admiradora.
 
Después por las calles de San Cosme le vemos perderse jinete en su insólito y platónico bípedo implume.
 
Julio Torri Maynes (1889-1970) nació en Saltillo, Coahuila. Estudió la carrera de abogado en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, 1913, más tarde el doctorado en Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México, 1933. Fundó el Ateneo de la Juventud junto con Pedro Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Antonio Caso y Alfonso Reyes, entre otros, en 1909. Fue jefe del Departamento de Bibliotecas de la sep y director del Departamento Editorial. Profesor de literatura española en la Escuela Nacional Preparatoria durante 36 años. Coeditor de la Editorial Cvltvra con Agustín Loera, 1916-1923. Jefe del Departamento Editorial de la Universidad; director de la colección “Clásicos” de la sep, miembro del Comité Organizador del Tercer Congreso Internacional de Escritores,1939. Miembro de Academia Mexicana de la Lengua ocupando la silla XII, su discurso de ingreso se tituló “Algunas notas acerca de la Revista Moderna” el 21 de noviembre de 1953. Su concisa e influyente obra: Ensayos y poemas, 1917; De fusilamientos, 1940; Tres libros, 1964. Póstumos: Diálogo de los libros, 1980; El ladrón de ataúdes, 1987, edición póstuma de I. Zaïtzeff; Epistolarios, 1995. Traducciones: Las noches florentinas de Heinrich Heine, 1918; Discursos sobre las pasiones del amor de Blaise Pascal, 1942. Su escogida biblioteca se encuentra en Villahermosa, Tabasco, catalogada como “Colección Julio Torri” en la Biblioteca José María Pino Suárez. Murió en la ciudad de México.
 


[1]  El libro que alude la muchacha del cuento, por sí solo constituye una antología de la
prosa moderna de México.
 

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