Sala de retratos: Salvador Toscano

Emilio Abreu Gómez //
De su libro Sala de retatos. Intelectuales y artistas de mi época

Salvador Toscano es uno de los más jóvenes arqueólogos y estetas mexicanos. Anda, si acaso, por los treinta. No creo que tenga más años. Pero hay que decirlo de una vez, antes de que se olvide esta idea fundamental, la arqueología para Toscano no es pasión por las piedras, por la mugre, por lo oculto, por lo esotérico; por todo aquello que por antiguo tiene que ser, ante los ojos de los infinitos incautos que en el mundo han sido, necesariamente hermoso y transcendente. Para Toscano la arqueología es una de tantas fuentes de investigación de que dispone el hombre para conocer aquellas cosas que fueron, según el testimonio de los documentos que el pasado enterró. Desenterrarlos, ponerlos sobre la flor de la tierra, limpiarlos, hacer visible la fealdad o la belleza que guardan, es tarea que no puede hacer sólo el arqueólogo. El arqueólogo clasifica historias, épocas, rutas de peregrinación. Eso otro que consiste en medir, en interpretar las causas de la emoción de la belleza tiene que hacerlo el artista, el esteta. Y esto es lo que, desde hace años, viene haciendo Salvador Toscano. Sus manos, sus ojos, han tocado y visto las piedras de que luego habla con juicio y emoción en sus libros.

Toscano no vive en la holganza de los cafés, en discusiones estériles; ni en las tertulias de los grupos y de los grupitos que el diablo inventa para regalo propio. Toscano es hombre de quietud, de recogimiento, de trabajo y de meditación. Sabe que sólo se vive una vez y que no es posible dejar para mañana lo que se puede hacer hoy. Sabe que los minutos cuentan de modo esencial, para poder realizar una obra acorde con la conciencia y con el propósito.

De esta manera sus estudios sobre las artes indias, anteriores a la conquista española, han de ser clásicos en las bibliotecas de América. En esos estudios, Toscano está atento más al valor de la belleza que al dato, contingente y discutible, de la época. Le preocupan más las conquistas del espíritu que las huellas de la materia. Los que hemos tenido oportunidad de mirar con algún detenimiento los trabajos que ha realizado hemos advertido la sobriedad de su estilo, la precisión con que conduce, hacia un plan premeditado, el caudal de sus conocimientos y de sus noticias. De los estudios que realiza pronto —verdadera condición filosófica— trata de formar una teoría explicativa del conjunto de aportaciones del arte de los indios. En este anhelo no vemos al hombre que está encerrado en el cuarto de sus libros sino al que ha tenido la valentía de ponerse en contacto con la vida, con la entraña de los bosques, de las montañas y de las rocas. De ahí que su visión sintetizadora cobre, en todo momento, una fortaleza que anuncia la seguridad de juicio y de intuición.

Salvador Toscano no es hombre de pedantería. Las cosas más graves, las más adustas, las dice en rueda de amigos con sencillez apostólica. No es posible orillarlo a cometer el pecado imperdonable de la vanidad en que muchos escritores de nuestro país caen, antes de realizar la obra que anuncian. Toscano tiene absoluto conocimiento de lo que es y de lo que quiere. No se engaña ni trata de engañar a nadie. Con la misma modestia con que explica sus teorías oye las observaciones de los demás. Él sabe que todos juntos estamos haciendo, cada uno en su terreno, una parte en la obra total. De la buena fe y de la constancia de todos depende el coronamiento de lo que soñamos.

Salvador Toscano habla conmigo ahora en Oaxaca. Tenemos una acalorada discusión acerca del significado de Zamná y de Quetzalcóatl. Yo, como es natural, defiendo a Zamná, el padre de los itzáes, señores de mi tierra. Él, también con buena justicia defiende a Quetzalcóatl, mito de los hombres de estos lugares aztecas. No nos podemos entender. Las razones van y vienen, chocan, se repelen, se asustan y se sublevan, para empezar en seguida nueva batalla. Nos escuchan con azoro no sé cuántos. El maestro Ordóñez, el pianista, pregunta, con acento húngaro, quién es Zamná y quién es Quetzalcóatl. Carlos Pellicer aplaude. No aplaude ni a Toscano ni a mí. Él lo explica con voz grave y profunda:

—Aplaudo la elocuencia. La verdad no existe; sólo existe la conciencia que tenemos de ella.

Así llegó la hora de la cena. El mozo se acercó a nosotros y nos preguntó qué queríamos comer.

Toscano pidió un gran trozo de carne cruda; yo pedí una ensalada de tomate.

Celestino Gorostiza, que no había hablado ni una palabra, comentó:

—Hasta en la comida se ve la influencia de Quetzalcóatl y de Zamná.

El maestro Ordóñez se levantó preguntando:

—Todavía no sé quién es Quetzalcóatl ni quién es Zamná. Cuando estuve en Budapest los alemanes ya habían descubierto la razón esotérica de los mitos americanos…

La risa de Helena Garro inundó de rosas toda la sala.

Salvador Toscano Escobedo (1912-1949) nació en Atlixco, Puebla. Ensayista, arqueólogo y jurista. Hijo de Salvador Toscano Barragán (1872-1947) cineasta, hermano de Carmen Toscano Escobedo (1910-1988), escritora. Se gradúa de abogado en 1937 con la tesis “Derecho y organización social de los aztecas”. Profesor en la escuela Normal Superior y en la Nacional de Artes Plásticas. Director de la publicación, en el campo arqueológico en Centroamérica de Cuadernos del Valle de México. Colaborador en las revistas Barandal y Universidad. Fue secretario del Instituto de Investigaciones Estéticas de la unam. Director de la colección Fuentes para la historia de México (1947-1948). Es autor de: El Dr. Mora, 1936; Derecho y organización social de los aztecas, 1937; Chiapas, su historia y arte y su historia coloniales, 1942; Arte precolombino de México y de la América Central, 1944; México antiguo, 1946; Pintura mural precolombina en México, 1948; Federico Cantú. Obra realizada de 1922 a 1948, 1948; y Cuauhtémoc, 1953, publicada póstumamente. Murió en un accidente aéreo cuando regresaba de Oaxaca en 1949.

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