El caos y la experiencia dionisíaca
en el libro Un templo en el oído: ensayos sobre el mito y lo sagrado
Dioniso es una imagen del caos: rompe los órdenes familiares, sociales y de la polis, si observamos la acción que Eurípides pone en marcha en sus Bacantes. Dioniso es el dios extranjero y de lo extraño, de lo impensado e imprevisible, lo incontrolable, lo desordenado, lo mutable, lo informe. Atenta contra todo orden y lo desquicia. Desafía también el orden divino, pues avasalla los límites y las normas apolíneas de mesura y de orden. Lleva a todos los excesos y rompe la conciencia de sí, contraviniendo las máximas délficas del “Conócete a ti mismo” y “Nada en exceso”.
No es extraño que Dioniso se haya convertido en un emblema de esta época; en él se encarnan el superhombre de Nietzsche y el dios venidero de que han hablado otros filósofos. Y tocar en estos tiempos un símbolo como el del caos, que ha podido asociarse con lo dionisíaco, abre esta pregunta: ¿desde dónde pensamos el caos? Es evidente que el caos sólo puede pensarse desde el orden de un lógos racional. Y no es menos evidente que cualquier cosa que podamos decir acerca del caos será sólo un juego que desordene un poco o deconstruya los elementos mismos de ese orden. Y surge la reflexión: ¿qué validez tiene esto, si el caos parecería más susceptible de ser experimentado que pensado?
Acaso por esto se le asocia frecuentemente con la experiencia dionisíaca, cuyo carácter es metalógico y paradójico. Podría compararse tal vez con la experiencia de māyā, la condición ilusoria de la realidad fenoménica de la que habla la filosofía del Vedanta en la India, en el sentido de que al estar inmersos en ella no se la puede percibir ni describir; ni tampoco después, pues al salir de ella, desaparece.
Si recordamos el planteamiento del joven Nietzsche sobre lo dionisíaco, presente en El nacimiento de la tragedia, su primer libro, podríamos apreciar que quien habla de Dioniso es Apolo; es decir, sólo desde el mundo apolíneo, con sus instrumentos dotados de una racionalidad clara y distinta, podemos escuchar algo de la experiencia de esa esfera dionisíaca, que se cifra en configuraciones mentales y vivenciales anteriores a las de un orden discursivo.
Nietzsche habló de esa experiencia dionisíaca como de un retorno a lo Uno primordial. Poco después, Erwin Rohde la vio como intuición de la inmortalidad del alma, y para otros autores ha sido un símbolo de la creación y la destrucción del cosmos, una metáfora iniciática, un emblema de las fuerzas del inconsciente o de las fuerzas de la naturaleza, un arquetipo de la relación entre Eros y Tánatos, etc., y también se la ha considerado como un retorno al caos, que es la visión que me gustaría abordar aquí.
Partiendo de las fuentes, Caos se presenta en Hesíodo como el poder cósmico primordial, de quien surgen la Tierra, Érebo, la Noche, así como Eros, por cuya aparición el abismo oscuro y turbulento de Caos se transforma en el substrato sobre el cual se crea el mundo. En las diversas teogonías órficas posteriores, Caos aparece como una de las primeras fuerzas cósmicas, junto con la Noche, el Érebo y el Tártaro, o bien el Éter. De un huevo que pone la Noche, nace Eros.
En distintas fuentes, el caos es el conjunto indiferenciado de los elementos formadores del mundo; o bien, el espacio donde ocurre esa configuración. Es también el abismo que se abre cuando Uranos, el Cielo, se separa de Gea, la Tierra, a quien abraza ininterrumpidamente engendrando diversos seres. Es abismo o faz de las aguas; es vacío y desierto. Es también plétora y desorden. Lo indeterminado, lo indistinto. A veces aparece como una fuerza que produce o desintegra las cosas; otras veces como el estado en que yacen antes de ser creadas o después de su disolución.
En su notable trabajo Filosofía y mística. Una lectura de los griegos, dice Salvador Pániker:
De un modo general, los filósofos griegos no hacen sino continuar
el exorcismo ya iniciado con los grandes relatos míticos, en
algunos de los cuales se canta la victoria final del orden sobre el
desorden, hijos ambos del caos.[1]
En nuestro tiempo, el caos ha sido una noción frecuentemente visitada. Se ha convertido en uno de los símbolos de la posmodernidad, y se observa no sólo en paradigmas científicos de la matemática y la física, como las dinámicas no lineales, sino en el ánimo por la deconstrucción en las tendencias posteriores al estructuralismo.
En Chaos Bound. Orderly Disorder in Contemporary Literature and Science, la autora, N. Katherine Hayles, con grados y posgrados en química, filosofía y literatura, compara en detalle cómo la idea de caos funciona de manera semejante en distintas disciplinas. Señala que esta idea ha puesto en entredicho el carácter axiomático de perspectivas totalizadoras, tanto desde campos científicos como humanísticos, y que el reto es no descalificarlas radicalmente, lo cual sólo conduciría a otra postura totalizadora. En las ciencias, por ejemplo, tal parece que se ha desestabilizado la noción de orden-desorden como una dicotomía radical, y se plantea la necesidad de admitir la coexistencia de dos fuerzas, elementos o perspectivas, contrarios en apariencia, dentro de un mismo paradigma. Y esta proposición es válida para cualquier otro campo.
Me pregunto hasta qué grado la crisis posmoderna, con tantas construcciones y deconstrucciones, propuestas y antipropuestas, que brotan como urticaria, no proviene de la imposibilidad epistemológica, muy rígida y occidental, de manejar la fractura de los absolutismos sin incurrir en una pérdida de sentido. El nihilismo es demasiado simple como respuesta. Aparece, en principio, como una inversión mecánica de una visión totalizadora y revela una incapacidad concreta de conciliar los opuestos en una forma creativa, y de aceptar la paradoja como una expresión de la realidad trasladable al pensamiento.
Tantos filtros como tuvo la filosofía griega –Bizancio, la Escolástica, la Ilustración, por decir algo, y quizá tendríamos que retroceder hasta Sócrates, como hizo Nietzsche– produjeron un olvido del carácter dinámico de la antigua sabiduría de los griegos. En el trabajo mencionado de Salvador Pániker, se rescatan muchas claves olvidadas o encubiertas por siglos de dominación ideológica de una concepción del mundo tan radicalmente distinta de la griega como fue la del cristianismo. Muy bien sabemos, que una de las tareas que emprendió Nietzsche fue señalarlo.
Con esos filtros, se olvidaron, por ejemplo, el dinamismo y la flexibilidad de las ideas de un filósofo como Heráclito, y se dio origen a un pensamiento rígido que se inmoviliza dentro de la linealidad y se vuelve torpe para asimilar lo simultáneo, lo no causal, los juegos de opuestos, las paradojas. Todos los aspectos impensables y aleatorios de la realidad –que se asocian fácilmente con la imagen de Dioniso– han sido descalificados por distintos sistemas de conocimiento, tanto filosóficos como científicos, que los condenan como si de ese modo se pudiera conjurar el caos al que esos aspectos mencionados aluden, y que es una profunda fuente de miedo y de perturbación.
Esa experiencia en que se pierde todo referente y la conciencia del sujeto se desplaza en cualquier dirección o se borra, se ha descrito como un retorno al caos. Ocurre en ella una anulación de la dualidad entre sujeto y objeto, y se ingresa en una conciencia de unidad. Esto no es diferente de la descripción de Plotino y otros místicos acerca del estado supremo de la conciencia. Y no hay que olvidar que, aun desde Hesíodo, es Eros el que transforma el caos turbulento en un espacio creador.
La experiencia dionisíaca, sin embargo, puede ser también un engaño de las apariencias, un espacio donde nada es lo que parece ser y la violencia puede desencadenarse como un juego, así como en Las bacantes Agave está segura de haber matado a un león, que en realidad es Penteo, su propio hijo.
En el estado dionisíaco puede ocurrir cualquier cosa porque las fuerzas formadoras del universo –o de la psique– se han desintegrado y toman la forma que les queramos o les podamos dar. Pongo un ejemplo: ¿qué ocurriría si se materializara ante nosotros todo lo que pensamos, lo que tememos? ¿Qué monstruos somos capaces de crear en un instante? ¿O qué éxtasis? ¿O qué locura? La pregunta es: ¿qué queremos crear?
Tanto en Eurípides como en otras fuentes antiguas, que relatan diversos episodios del mito de Dioniso, y que pueden encontrarse no sólo en Homero y Hesíodo, sino en Esquilo, Platón, Plutarco, Apolodoro y Nonno, entre otros, hay un esquema que se repite: toda la locura devastadora causada por Dioniso, que conduce al horror y el despedazamiento, ocurre muy precisamente sólo en aquellos que se niegan a honrar al dios y a aceptar su culto.
Es decir, en la medida en que rechazan la aceptación y la asimilación de la realidad dionisíaca, cuya brutalidad es conjurada precisamente por los rituales, en esa medida son vulnerables y se vuelven parte de las mayores atrocidades, como las madres que despedazan y a veces devoran a sus propios hijos: Agave, las Miníades de Orcómenos y las mujeres de Argos, por mencionar algunos de los mitos. Baste recordar cómo en Las bacantes, las ménades lidias que forman el cortejo de Dioniso se hallan en un estado extraordinario de fusión con la naturaleza, hasta el momento en que son perseguidas por los soldados de Penteo[2] sólo entonces se convierten en fuerzas de destrucción para quienes las persiguen. Casi en ninguna de las historias el impulso devastador es gratuito.
No pierdo de vista que esta interpretación tal vez atenúa los mitos y que es posible que sus recensiones mismas sean racionalizaciones tardías que intentan ocultar detrás de una moraleja –que el dios castiga a quienes rechazan su culto–, la atrocidad de los hechos dionisíacos. Pero la dinámica es recurrente: el que no acepta lo dionisíaco, como parte de su propia naturaleza cae en una expresión de esta fuerza, tanto más terrible y violenta cuanto mayor haya sido su rechazo. Lo que perciben y lo que sufren son sólo las acciones o deseos que ellos mismos han dirigido en contra del dios. Un ejemplo extraordinario de este esquema podemos encontrarlo, de principio a fin, en Las bacantes. Por qué recaen en estos y otros personajes los deseos y acciones que han dirigido ellos mismos contra el dios, se puede deducir al recordar que el espejo es uno de los símbolos dionisíacos más poderosos.
Walter F. Otto, sin embargo, señala en su Dionysus, libro publicado en 1933[3], y que sigue siendo uno de los análisis más agudos sobre el tema, que esas acciones salvajes son sólo un reflejo del propio salvajismo y demencia del dios, que se contagian a quien entra en contacto con él. Lo cito in extenso:
¡Un dios loco! Un dios, parte de cuya naturaleza es ser demente. ¿Qué experimentaron o vieron estos hombres en quienes el horror de este concepto debe haberse forzado paso?
El rostro de todo dios verdadero es el rostro de un mundo. Puede haber un dios que esté loco sólo si hay un mundo loco que se revele a través de él. ¿Dónde está este mundo? ¿Podemos encontrarlo todavía? ¿Podemos apreciar su naturaleza? Para esto nadie puede ayudarnos sino el dios mismo.
Lo conocemos como el espíritu salvaje de la antítesis y la paradoja, de la presencia inmediata y la lejanía total, del gozo y el horror, de la vitalidad infinita y la destrucción más cruel. El elemento del gozo en su naturaleza, los elementos creadores, arrobados y bendecidos, todos comparten también su salvajismo y su locura. ¿No están entonces locos porque ellos también llevan en sí mismos una dualidad, porque están en el umbral donde un paso más allá lleva al desmembramiento y la oscuridad?[4]
Añade después que este enigma cósmico, donde la muerte está junto a la vida, revela “la matriz de la dualidad y la unidad de la desunidad”. Sigue luego afirmando la misma idea de distintas maneras. Dice: “El amor y la muerte se han dado la bienvenida y se aferran apasionadamente entre sí, desde el comienzo”. Y también: “Toda embriaguez surge de las profundidades de la vida que se ha vuelto insondable a causa de la muerte”.
La experiencia dionisíaca conduce a ese umbral donde en un solo impulso indiferenciado se resuelve la dualidad, trascendiéndola, o bien, donde un paso más acá se sufre una dicotomía insalvable –llamada también esquizofrenia. Una de las más grandes escuelas de la filosofía india, el Shivaísmo de Cachemira, da un nombre a las dicotomías que crea nuestro pensamiento, vikalpas, que aparecen como uno de los peores obstáculos para alcanzar el estado de iluminación.
Vida y muerte filosóficamente son sólo un par de opuestos. Otros son la inmanencia y la trascendencia, el ser y el devenir, el ser y el no ser, lo permanente y lo mutable, la eternidad y la finitud, lo ideal y lo material, etc., que los sistemas filosóficos de Occidente han considerado casi siempre como entidades inconciliables, dicotomías radicales, y ésta ha parecido ser en Occidente la postura política, religiosa o filosófica más correcta, puesto que filósofos y místicos que trataron de resolver estas dicotomías, fueron sospechosos o convictos de herejía.
La dualidad, o más bien, la incapacidad para trascenderla, es el principio de los problemas. ¿Qué es lo que lleva a la mente a rebotar de un opuesto a otro, en las interminables series binarias del pensamiento? Tal vez la incapacidad manifiesta de aceptar o captar los dos elementos de un modo simultáneo, sin caer en la exclusión violenta de uno para poder sustentar al otro. Y el propio Nietzsche cayó en este juego, si bien, invirtiendo los términos habituales en favor de una postura inmanentista.
Esta tendencia mental a producir vikalpas o dicotomías, que es una condición difícil de superar, como ya se ha dicho, surge quizá de la primera dualidad de la mente que es la separación entre sujeto y objeto.
Justamente, la experiencia dionisíaca, como toda experiencia mística profunda, borra ésa y otras distinciones. Los límites últimos de la dualidad se rompen, y eso permite acceder a otro nivel de conocimiento y de percepción de las cosas. En ese estado, la imagen del dios es un referente irremplazable. Si se abraza, la experiencia dionisíaca se da como una experiencia del caos –si queremos conservar la imagen– o bien como fusión con la unidad primordial, siguiendo al joven Nietzsche. Si el referente se pierde o se niega, la experiencia desemboca en la catástrofe estúpida y violenta.
La dualidad fundamental de la experiencia dionisíaca es el enfrentarse de manera simultánea con una realidad inmanente y una realidad trascendente. Tal vez algo de lo que hacían los cultos mistéricos antiguos era dar la clave para salir ileso de esa confrontación. Quedarse en cualquiera de los dos extremos, con exclusión del otro, es girar sin fin en el mismo juego de la dualidad, que filosóficamente se convierte en los argumentos y contra-argumentos que desembocan en aporías insalvables.
Desde esta perspectiva, incluso hablar del fin de la metafísica como quisiera Nietzsche, o del fin de la historia o de la filosofía, es un gesto extravagante, un rebote furioso y precipitado, carente de la contemplación sosegada que no apuesta la propia cabeza a ninguno de los dos contrincantes, porque sabe dionisíacamente que le pertenecen los dos, y que todo se trata simplemente de un juego. Dentro del caos dionisíaco, la clave es muy simple: el sujeto es Dioniso, el objeto es Dioniso; es decir, nosotros.
[1] 68 S. Pániker, Filosofía y mística. Una lectura de los griegos, p. 173.
[2] Ver en este mismo libro, la p. 63.
[3] No es difícil que la atmósfera de la época en que Otto escribió esto haya contribuido a formar su visión sobre lo dionisíaco.
[4] W. F. Otto, Dionysus. Myth and Cult, p. 136. La traducción es mía.