700 Años del conejo en el ombligo de la Luna (Primera parte)

Por: Jesús Gómez Morán
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Para mi madre, auténtica Cihuacóatl
En el año 2 Casa [1325],
llegaron los mexicas
en medio de los cañaverales,
en medio de los tulares
vinieron a poner término,
con grandes trabajos
vinieron a merecer tierras.
En el dicho año 2 Casa
llegaron a Tenochtitlan.
allí donde crecía
el nopal sobre la piedra,
encima del cual se erguía el águila:
estaba devorando [una serpiente].
Con estas palabras Miguel León Portilla reproduce en Los antiguos mexicanos la recitación recogida por Domingo Chimalpain para rememorar el episodio de la fundación de México, un topónimo entorno al cual se concitan variopintas referencias históricas, pero quizás, más que eso, el encanto de un enigma.
Luego que el actual presidente de Estados Unidos de América se propuso extirparle el término México (decisión recientemente controvertida por la mandataria mexicana contra Google Maps) a ese recipiente de aguas con forma de jícara casi umbilical, por donde los teutles desembarcaron para convertir el territorio donde nos hallamos en patrimonio de la corona española, considero necesario reflexionar sobre el significado etimológico e implicaciones lingüísticas y culturales dicha palabra. Sin duda el señor Donald Trump no ha alcanzado a columbrar las repercusiones de semejante medida, pues intuyo que su propósito es más aparatoso que premeditado, de alguien que viene a remover las cosas para hacerse notar, sin tomar en cuenta el valor intrínseco de su decisión.
Como es bien sabido, la palabra con la que sustituye a México (y que dentro de su esfera sociopolítica reproduce la falacia de designar a su nación) es el epónimo América, derivado del nombre del cartógrafo y navegante italiano Américo Vespucio, mientras que el aclarar el significado de la palabra México ha hecho correr ríos de tinta y aún estamos lejos de poder dilucidarlo, entre otras razones porque hunde sus raíces en la tierra lunar del mito, algunas de las cuales me propongo revisar ahora al cumplirse 700 años de la fundación de la señorial Ciudad de los Palacios (Humboldt dixit). Para ello he tomado como guía (ya que andamos en los aniversarios) la minuciosa y prolija investigación sacada a la luz hace medio siglo por Gutierre Tibón (esto de acuerdo a la edición a mi alcance), Historia del nombre y la fundación de México Tenochtitlan, publicada por el Fondo de Cultura.
La tesis básica de su pesquisa reside en que, al tratarse de un nombre compuesto, su significación sería dual, algo que cobra sentido al tomar en cuenta cómo gran parte de la filosofía mesoamericana (estudiada primero por Ángel María Garibay y después por su discípulo Miguel León Portilla) se basa en el principio de la dualidad, amparada por la deidad del Tloque Nahuaque “dueño del cerca y del junto” (mencionada por Netzahualcóyotl), el Ipalnemoani “dador de vida”, el Teyocoyani “inventor de los hombres”, y que en resumen se trata de una entidad dual: Ometéotl, con una parte femenina, Omecíhuatl y su contraparte masculina, Ometecuhtli. En concordancia a este precepto el nombre de la ciudad sagrada, asiento del poder y la gloria de Huitzilopochtli, tenía que ser doble. Correlativamente a ello, una buena cantidad de imágenes que reproducen el episodio cumbre cuando los sacerdotes del dios Huitzilopochtli reciben la revelación del sitio donde habrían de fundar su señorío, si bien los cronistas han enlistado varios nombres de los sacerdotes demiurgos que atestiguaron este grandioso suceso, conforme a la concepción dual de la escena estos se reducen a sólo dos: Tochpan y Tenoch.
El asunto se vuelve entonces un problema hermenéutico, pues para Alfredo López Austin en su colección de ensayos (de título por demás sugerente) El conejo en la cara de la luna (y en el que, entre otros puntos, deja ver cómo el pensamiento del estructuralismo ha repasado esta noción binaria del mundo dentro de diversas mitologías antiguas), esta pareja de sacerdotes quedan retratados efectivamente al momento de la epifanía fundacional, protagonizada por un águila (símbolo ígneo) sobre el nopal (símbolo acuático), altépetl de los mexicas, aunque para él el nombre en cuestión sería resultado del epónimo de Mexi y de Tenoch: “El arreglo final fue entre el jefe Cuauhtlequetzqui (“El que Yergue el Fuego del Águila”), llamado también Cuauhcóatl (“Serpiente Aquilina” o “Serpiente-Águila”), y el guía Ténoch (“Tuna Pétrea” o “Tuna Dura”, nombre de una especie de nopal. Según el relato del historiador Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, ambos jefes se consideraban representados en el milagro, sin duda porque veían en él la hierofanía de los dioses a quienes encarnaban. Ígneo y solar uno, acuático el otro, se unían en la conjunción de los opuestos. […]. En el nombre mismo de la ciudad quedaba sellado el pacto: era el lugar del ígneo dios Mexi, pero también el del acuático Ténoch”.
La claridad de la correlación de Tenoch con la segunda parte del nombre no presenta mayores controversias: sin embargo, lo curioso de esta lectura mitocrítica es que, aunque utiliza como fuente el Códice Durán en el que aparece Tochpan, López Austin lo vincula con el referido Mexi y a este con Cuauhtlequetzqui, esto es, un águila de fuego equiparado con un conejo (Tochpan sería algo así como “donde está el conejo”), numen lunar. La otra curiosidad sería asimilar al nopal, planta más bien desértica, como un símbolo acuático, siendo que, como él mismo lo consigna, ese nopal surge del corazón de Cópil bajo tierra, por lo que quizás sería más consecuente identificarlo, desde un paradigma digamos fenomenológico, como un elemento terrestre.
El nombre de Tenoch destaca por aparecer en todas las listas fundacionales y da una absoluta fiabilidad a la idea de concebir el segundo término del nombre prehispánico como una derivación del suyo. En contraste, las menciones al primero son algo escuetas. Tochpan (o Tozpan), dentro de los relatos que rescatan el momento de la aparición del águila sobre el nopal devorando una serpiente, figura en la Monarquía Indiana de fray Juan de Torquemada, el Códice Durán, Historia antigua de México de Francisco Javier Clavijero, el Teatro mexicano de Agustín de Betancourt y en especial en el Códice Tovar, el cual es clave para Tibón, quien visualiza una conjunción astral en el nombre compuesto comentado: Mexico-Tochpan-luna más Tenochtitlan-Tenoch-sol, e incluso aporta un dato adicional de sumo interés: tanto Tochpan como Tenoch están pintados en la lámina que reproduce “la fundación de la ciudad de México celeste en el cerro de la serpiente (Coatépec cerca de Tula)”. Y si bien para aterrizar en todas estas conclusiones lexico-iconográficas su argumentación interpretativa resulta ser más exhaustiva, tampoco es infalible.
Como lo explica León Portilla en el susodicho libro, la escritura náhuatl, en particular la referente a topónimos, se basa en glifos que combinan diversos objetos: Chapultepec es enunciado con un chapulín sobre un cerro y un conjunto de banderas significa Pantitlán (sitios de nuestra ciudad representados con tales glifos en la señalética correspondiente a tales estaciones de la Línea 1 del metro). Florescano recoge en La bandera mexicana varios ejemplos de un tunal sobre una piedra, glifo inequívoco de Tenochtitlan. ¿Y el de México? Tibón no ofrece ninguno y es probable que ni siquiera exista. Solamente, al aventurar una interpretación para el Códice Durán, postula que, si Tochpan aparece como parte de la pareja fundacional, y el conejo es el numen de la luna, entonces se estaría conectando la palabra México con la luna. ¿Y el ombligo?
Si como sabemos los glifos nahuas solían juntar dos objetos para designar un tercero, la lectura resulta un tanto endeble ante la ausencia de la representación umbilical. ¿Cómo explicar eso? Su conjetura es que los tlamatimine e informantes de Sahagún, Durán y otros, procuraron omitirlo para evitar (como también lo explica López Austin) que al poseer un nombre (en este caso en su versión escrita) se pudiera ejercer algún influjo negativo sobre el objeto al que refiere, algo que no me parece tan convincente si recordamos que dicha palabra era su grito de guerra, y el mismo Cortés la oyó desde las primeras escaramuzas cuando enfrentó al ejército mexica. Ahora bien, lo cierto es que frente las otras probables versiones (lugar del maguey, de las tunas duras, que es réplica de Tenochtitlan, lugar en el agua, entre cañaverales, ciudad grande y culta, etc.) el resultado es el mismo: ninguna nos aporta algún glifo alusivo a su conexión con la palabra México, lo que nos induce a acudir otros elementos de prueba.
Una de las más sólidas radica en el listado de 46 idiomas indígenas que Tibón registra en su indagación para, de acuerdo a su significado, establecer el significado de la palabra México, de los cuales el mixteco Ñuucohoyo (“lugar en el ombligo de la luna”), el otomí Amadetzana (“en medio de la luna”), el pame Mo’ue (“en la luna”), el cuicateco Hinguyu’u (“lugar de la luna”) y el totonaco Ka’lhkuyuni (“lugar del fuego de la luna”) sirven como espejo a fin de referir el ascendente lunar de lo que para él podría entenderse como Metzxicco = Meztli (luna) + xic (ombligo) + co (locativo “en”). Es verdad que, para dicha función de espejo, igual se podría recurrir a las otras posibles versiones del nombre en cuestión que el antropólogo recopila, pero en el caso del mixteco (en muchas de sus variantes), el cuicateco y el otomí que refrendan un concepto tan elaborado como “en el ombligo o centro de la luna”, hacen pensar en la fortaleza del sustrato cultural sobre el que está constituida tal denominación. Asimismo, infiero que la magia y el misticismo que esta versión conlleva, le otorga un mayor peso dentro del imaginario colectivo nacional.
En suma, si la procedencia de la palabra México permanece aún en el aire por oscura e indeterminada, lo cierto es que a pesar de los vaivenes históricos ha mantenido su fuerza para designar a nuestra 7 veces centenaria ciudad (de la cual, en palabras atribuidas a Cuauhtémoc, “en tanto permanezca el mundo no acabará la fama y la gloria de México-Tenochtitlan”), pero también a una entidad federativa y es el apelativo abreviado del nombre oficial de nuestro país, además de que figura en uno de los estados de la Unión Americana y en el Golfo que ha de mantener su denominación de origen porque, como bien lo dicta el proverbio jurídico romano, “el primero en tiempo es primero en derecho”.
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